PLAYBOY

CONTRA CASI TODO. Por José Ant. Martínez-Abarca.

El inventor de la revista Playboy, Hugh Hefner, ha muerto a los más de noventa años, su revista tiene sesenta y los hombres hetero aún no se han enterado de que su publicación «para hombres» en realidad no era para hombres. Estaba dirigida a que la compraran ellos, en efecto, pero no a que influyera en ellos, sino en sus mujeres, las que siempre la encontraban debajo del sofá.

Playboy, que era y no sé si seguirá siendo una estupenda revista llena de reportajes de alta literatura, coartada cultural que fue utilizada años más tarde por aquellas películas porno suecas con fines educativos en los años 70, lo que hizo en su tarea revolucionaria, bajo la apariencia de revista hecha para que los hombres la ojearan, como Rajoy con el «Marca» en el baño, fue descubrirles a las mujeres cómo podía ser su desnudo. Un desnudo que antes de eso propiamente no existía desde, al menos, la revolución y contrarrevolución francesas y el acceso, entonces, al poder dominante de la gazmoña burguesía, en lugar de la libertina aristocracia. Era una revista para hombres, sí, pero solo mientras ellos no se iban a la oficina. A partir de ese momento cumplía su verdadero cometido sobre su auténtica «masa crítica». A partir de Playboy, la mujer, sorprendiendo las revistas del marido o el hermano, comenzó a autoerotizarse admirada, descubriendo las posibilidades de su imagen íntima. Y una cosa lleva a la otra…

Toda la estética de la mujer en las redes sociales más exhibicionistas, instagram y demás, viene del arquetipo de las páginas centrales del viejo Playboy. Antes de Playboy el desnudo de la mujer era absolutamente cárnico y nada fresco, hasta las fotos olían a almizcle o a habitación de la plancha donde alguien se hubiese dejado olvidado durante una semana un entrecot demasiado crudo. Playboy en cambio lo convirtió, al desnudo femenino, en un descarado producto de confitería, un irresistible pastelito de queso que no podía dejar de gustar a nadie. Por supuesto a los hombres, pero tampoco a los niños ni desde luego a las mamás.


Playboy convirtió el desnudo femenino en un descarado producto de confitería, un irresistible pastelito de queso que no podía dejar de gustar a nadie


Alguien perspicaz dijo que ha sido imposible imitar, antes y después, con photoshop o sin él, el secreto del póster central del Playboy en sus mejores épocas, que consistía, no en la escogida volumetría de la mujer en cuestión, sino en aquella especie de ligerísima capa de vello rubio, como piel de melocotón de Georgia, que le se veía al trasluz en el cuerpo de aquellas chicas. No era cosa del fotógrafo. Era cosa del alma de la revista. El estilo Playboy, que quitaba de lo erótico toda la lobreguez de la postguerra mundial y aquella cosa de chachas haciéndola gorda a escondidas que tenían todas las modelos de fotografía erótica. No digamos ya el infame nudismo ecológico, donde la gente se dedicaba a ir tan desnuda que parecía vestida. Eso empezó a cambiar con las pin ups que en los últimos años 50 hacían burlesque, una especie de striptease para todos los públicos, porque cuando las señoronas de ambos sexos que habían disfrutado del divertimento picante se iban a casa a preparar la cena a los niños esas mismas pin ups se dejaban fotografiar más comprometidamente, en tarjetas postales para guardar en la billetera. Pero ya aquellas fotos eran pioneras del moderno desnudo, que poco tiempo después se apropió y expandió por el planeta y por el imaginario colectivo Playboy.

Así, y como muy bien aseguró Hugh Hefner, él hizo por la mujer más que el ultrafeminismo de los últimos decenios. Le dio a la mujer un arma de destrucción masiva con la que llevar del ronzal a los hombres, tan facilones: la conciencia y proyección de su imagen íntima, devastadora. Esta sociedad hipersexualizada actual, donde no puedes ir a comprar un chicle a la esquina sin que te hagan un «perreo» en tu cara, no ha venido de los hombres, sino de las mujeres que entendieron perfectamente, siempre tan astutas, el póster central del Playboy. Es revelador, en este sentido, que incluso las películas eróticas hechas por mujeres feministas y dirigidas estrictamente a un mercado feminista con toda su supuesta delicadeza y tal, tienen el exacto aire Playboy que Hefner instauró como imagen de marca hace sesenta años.

Por demás, yo sí creo que, como también clamaba Hefner de sí mismo, fuese en realidad «un romántico». Si se acostó con solo mil mujeres, es que, dada su privilegiada situación, tuvo que renunciar a una cantidad cien veces mayor. La moral de un hombre se mide por la magnitud virtuosa de sus renuncias, muchas de ellas seguro que dolorosas, y que superan infinitamente a sus pecados.


José A. Martínez-Abarca

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