Por José Ant. Martínez-Abarca.
A la hora de hacer entrevistas para medios, cada cual tiene su truco para sacar de ahí la «molla». Durante muchos años hice entrevistas, encuentros, tertulias o llámese como se quiera para diversos medios y mi truco, el toque, esa milésima en que la cocción de la pasta pasa de ser sublime a incomestible para un italiano, consistió en quedar siempre en el mejor bar-coctelería para que mis entrevistados me contasen lo que no tenían ganas de contar. El mío fue siempre El Parlamento Bar, en los bajos del Real Casino de Murcia.

Yo iba allí ya desde bastante antes, justo desde cumplir la edad legal para entrar, allá por los años ochenta. El Parlamento Bar era por entonces exactamente un confortable pub británico con cuadros de motivos ecuestres y sillas «Chippendale» tapizadas en cuero «verde carruaje». Un poco el ambiente que había en el clausurado restaurante madrileño «Jockey», también poco comprendido tras las alegrías de los ochenta aunque siempre maravilloso. Tal vez aquella decoración era demasiado británica para Murcia, que nunca ha entendido todo eso de lo británico muy bien, aunque no para mí. Ni para la plana mayor del socialismo murciano, que celebraba en El Parlamento Bar, concretamente en un reservado donde había una larga mesa deliberatoria, sus tenidas políticas fuera de las horas de la política. Si aquel reservado hablara… «Hola, paredes…», empieza diciendo una canción country norteamericana. «Grítenme piedras del campo», dice otra canción, esta vez mexicana. Si lo inerte hablara, gritara lo que escuchó, lo que vio… Aquel reservado debió escuchar y ver grandes cosas. La plana mayor del socialismo se mantuvo fiel al Parlamento Bar hasta mucho después de que perdieran, aparentemente para siempre, el poder en la Región.
Sin embargo no me hizo falta, unos pocos años después, cuando empecé con las entrevistas, usar aquel reservado para ello, aunque sí estuve en él bastantes veces para charlas más relajadas. Bastaba con entrar en aquel semisótano del Real Casino junto a mi entrevistado y sentirnos envueltos en su mágica influencia (mágica influencia ayudada por los mejores gin tonics, siempre helados y con su corteza de limón recién cortado, y su aceitillo, que siguen haciéndose exactamente igual a esta misma hora) y ya podía asegurarse de que el entrevistado cantaría cosas que le harían alzar una ceja, o las dos, al leerlas en el periódico. Por entonces las grabadoras de los periódicos eran aún de «cassette», voluminosas, y debía ponerlas sobre una silla estratégidamente situada en la penumbra de la mesa, para grabar todo sin que el entrevistado lo supiera. Basta con que alguien vea una cosa que gira para que sienta instintiva aversión a hablar, y la miren como quien observa una cucaracha correr sobre la mesa. Sus labios hubiesen quedado sellados.
Los dueños se precian de tener el público más fiel de la ciudad, y en algún caso ese público ha vivido allí dentro más tiempo a lo largo de treinta o cuarenta años que en sus propias casas
Por el contrario, qué labios no abrieron aquellos «gin tonics». Siempre recordaba que la mejor entrevista de la Historia en Televisión Española se hizo bajo los efectos del «gin tonic», eso sí, con mucha ginebra y poquísima tónica, a la inglesa, que fue lo que pidió el escritor Josep Plà a su entrevistador, murciano, naturalmente, Soler Serrano. «Una lágrima» de gin tonic, pidió, mientras fumaba (naturalmente, en la tele se fumaba). Sí, sí, «lágrima». La ginebra es un bebestible que suelta la lengua, y no pone violento ni sume a uno en graves cavilaciones. Casi todo el mundo quedaba convencido de las extremas bondades de aquel gin tonic de El Parlamento Bar en cuanto me veían pedir el mío. A un gin tonic debía seguirle otro, y otro, hasta tener lo suficiente y que el cuarto gin tonic, venga, la penúltima, empezara de nuevo a ser demasiado poco. Y a partir de ahí… Los entrevistados decían muchas más cosas, cosas que al día siguiente no hubiesen querido decir jamás, que sometidos a la más sabia tortura inquisitorial. Pero lo tenía grabado. Por eso me libré de alguna que otra querella criminal, aunque no de tensiones y disgustos. ¡Pero resultaba tan divertido! Son asombrosas las ganas que tiene la gente de hablar sobre cosas que no quiere hablar… Llega un momento en que uno se deja llevar por los efluvios y, tras una conversación aparentemente tan seria como banal, uno le da al botón de «play» a ver lo que se ha grabado, sin mucha esperanza de sacar algo interesante para publicar, y allí salen, como poco, las conversaciones privadas de Florentino poniendo a parir a Dios bendito.
Nunca estaré lo bastante agradecido a aquel ambiente confidente de El Parlamento Bar, a la discreción de los dueños, a la iluminación justa, en cuyo centro brillaba afacetado y purísimo, como un enorme cristal de roca, como un «cuchillo líquido» (Manuel Alcántara dixit) el gin tonic helado… El Parlamento Bar fue modernizado, los cuadros de motivos ecuestres sustituidos por la construcción de rascacielos en Nueva York, aunque la barra siguió siendo abrumadoramente británica, y lo que cambió menos es el público. Los dueños se precian de tener el público más fiel de la ciudad, y en algún caso ese público ha vivido allí dentro más tiempo a lo largo de treinta o cuarenta años que en sus propias casas. Por tener público fiel, aún creo ver en la barra, por el rabillo del ojo, a entrañables amigos fallecidos, bebiendo su «fernet branca» más oscuro que nunca…
El Parlamento Bar es, para los que llevamos cerca de cuarenta años frecuentándolo, una institución como el propio Edificio que tiene encima. Y no olvidaré jamás uno de los grandes acontecimientos de mi vida, que fue el lugar donde el presidente del Real Casino de Murcia me dio a probar el primer whisky islay «Lagavulin» 16 años, siempre con unas pocas gotas de agua -ni una de más-, para que rompan los aromas…
