No conocimos a José María Álvarez

Por J. A. Martínez-Abarca

José María Álvarez en su despacho de Villa Gracia, Cartagena. Foto de Carmen Martí.

La gente cercana que teníamos en común no se lo explicará, y puede que hasta esté molesta. Hace ya bastantes días que murió el poeta José María Álvarez y no he dicho ni escrito una palabra sobre este suceso incomprensible. El máximo valedor literario que tuve en toda mi vida, Álvarez, la cabeza más egregia que me alentó sin disimulo, y en la hora de sus honores póstumos me he quedado desustanciado, abandonado de mí mismo como esas pieles resecas que abandonan las serpientes, esas «camisas» que continúan manteniendo con todo detalle su antigua forma, pero ya no contienen más que vacío.

Los huecos demasiado grandes que dejan los mejores sólo pueden recorrerse muy despacio por su borde.

He pasado todo este tiempo silencioso intentando envolver, en vano, mis vivencias con él, la mudanza forzosa de todo lo que me entregó, los años a los que me dio privilegiado acceso, su exquisito cuidado conmigo -nunca me bajó del tratamiento de «querido», «qué hay, querido»-, mimo que también fue el de su esposa Carmen Marí, quien manifestó expresamente su favoritismo conmigo (lo obvio no hay que darlo por supuesto, nunca) durante la última cena que mantuvimos. Una última cena con Álvarez previa a su desaparición que, vista desde hoy, arroja una sombra evangélica, ya que entonces no sabía que de allí yo saldría convertido en su apóstol postrero. La verdad es que no he sabido por dónde empezar.

Las cosas demasiado grandes se abandonan por falta de energía para acometerlas. Los huecos demasiado grandes que dejan los mejores sólo pueden recorrerse muy despacio por su borde, sin mirar abajo y no intentando saltar al otro extremo. Porque un pensamiento demoledor se abrió paso al recibir uno de estos domingos por la tarde el telegráfico WhatsApp que me envió Miguel López Guzmán, gran maestro de las noticias funerales, y que decía “ha muerto José María”. Me vino el pensamiento aterrador de que, en realidad, no conocí a José María, por su excesiva magnitud, por su gigantesca significación, por ser incapaz de verlo por contemplarlo desde demasiado cerca. Estaba, en efecto, demasiado cerca. Conocí sólo aleatorias partes emergidas y unas pocas sumergidas de ese continente en perpetua incandescencia magmática que era Álvarez.

Álvarez nunca fue comprendido por su tierra, porque no podía serlo. Nunca dijo nada que esta tierra quisiera escuchar. Nunca bajó a agradarla.

Álvarez nunca fue comprendido por su tierra, porque no podía serlo. Nunca dijo nada que esta tierra quisiera escuchar. Nunca bajó a agradarla, pero durante toda su vida destellea en él ese baño en el Mar Menor con la penúltima luz de la tarde, ese baño encendido y tan parecido a aquel que en Port Lligat enamoró al pintor Dalí de su musa Gala. Era el hombre menos particularista que ha existido. Su reino no es que fuera el gran mundo: su reino era el mundo que ya no existía. Un día me dijo una frase lapidaria, como todas las suyas: «el sexo se acabó con el Antiguo Régimen». Incauto de mí, creí que con esa frase estaba hablando de sexo. Estaba hablando de que se acabó la individualidad, y por tanto, todo lo que nos hacía libres. La revolución industrial, la abuela de lo «woke» como abuelo es el puritanismo anglosajón, la uniformización social, la moralidad mojigata donde el Estado era la nueva Iglesia, terminarían con todo. Y contra todo eso estaba Álvarez. Las universidades, que antes de inventarse lo «woke» en los campus de sus colegas norteamericanas ya revolvían en sus entrañas, en todo el mundo occidental, el horrible feto de la represión intelectual. Álvarez se refería a esto como «El vientre de la bestia». 

Álvarez y Martínez-Abarca en la Universidad de Murcia, 2021.

Hace dos o tres años «El vientre de la Bestia» homenajeó a su máximo enemigo, dándole una especie de «oscar» honorífico por toda su carrera. Fui designado para presentarlo. Álvarez estaba contentísimo aquella tarde (en realidad siempre llevaba la cara de encontrarse fascinado por estar vivo). Puso su mirada más rapaz, esa que tan bien conocí del águila de cabeza blanca que ha elegido un salmón, y me dijo: «Voy a pedir esta tarde que cierren todas las universidades. Sólo creo en la educación privada, en las casas». Era la primera vez que la Universidad lo admitía en su seno, y no puedo decir que, a su modo, no lo conmoviera. ¡Con decir que habló de su profunda vinculación con recuerdos entrañables de la Región de Murcia! No disimulaba. No intentaba agradar. El dorado color ojo de tigre de la tarde de los baños en el Mar Menor volvió a destellear en él, y la pupila se le empequeñeció, deslumbrada, hasta casi desaparecer.

Sólo lo dejé vendido por hacerme el ingenioso, y eso es algo que merecía toda su complacencia. 

El poeta Álvarez me llevó de la oreja desde que empecé en los periódicos, principios de los noventa, cuando él era el gran agitador cultural en Murcia, tras leer unas imaginarias «cartas» de un joven noble inglés a su familia, en las que narraba su choque cultural con el «Bando de la Huerta» y el «Entierro de la Sardina». «He llorado y me he caído al suelo de la risa». Supo que yo no iba a tomar prisioneros ni respecto a la murcianía ni a nada. De hecho, él años más tarde fundó un blog, cuando todo el mundo tuvo un blog, titulado «sin prisioneros». Esto incluía alguna entrevista que le hice, que lo dejaba en posición incómoda. Todo me lo perdonaba de buen grado, porque la lealtad sólo se puede romper sin consecuencias por hacer una frase feliz. Sólo lo dejé vendido por hacerme el ingenioso, y eso es algo que merecía toda su complacencia. Me invitaba repetidamente a su casa de París, que era tan parecida a su «Villa Gracia» de Cartagena que no parecía haber salido de Cartagena. Los envidiosos provincianos decían que Álvarez se decía en París, pero seguía en su chalet cartagenero, con las persianas echadas. Nunca se dieron cuenta de quién era Álvarez en el mundo. Es verdad que, desde aquí, desde este pequeño «roalico», es muy difícil medir los contornos del Álvarez literato, del Álvarez intelectual, incluso del Álvarez personaje, por sus proporciones, tan excesivas y a la vez tan precisas y delineadas como él mismo era. Tal vez por su ligera tartamudez, hablaba como si hubiese esculpido antes cada frase, puliendo cada faceta y sepultando a los interlocutores con joyas únicas de la dicción y la sintaxis. Por eso lo elegían los grandes poetas para leer sus poemarios. Hasta que Álvarez no leía un poema ajeno, su autor no comprendía del todo los versos que había escrito.

Álvarez a las puertas del Hotel Maurice, París. Fotografía de Carmen Marí.

Álvarez admiró entrañablemente a gigantes del pensamiento y el arte, no sólo occidentales sino también, por ejemplo, musulmanes. A todos cuantos estaban vivos los trajo a España y a Murcia. Éstos le correspondían con el mismo sentimiento. Álvarez se movía entre espíritus afines por profunda admiración. Si alguien no contaba con esa admiración, es que sentía desprecio, y lo hacía notar. Básicamente, para Álvarez estábamos gobernados por un hampa mundial, un gang de delincuentes sin fronteras. A mí me distinguió desde muy pronto y cuando yo aún no levantaba un palmo de lápiz del suelo, no sé por qué, con esa admiración, supongo que por ver en mi frente la raída banda de arpillera de los pilotos kamikaze, a los que siempre profesó devoción, como todos aquellos en toda la historia de la humanidad que se han quemado en la llama, la llama que sea. Hace mucho que estrellé mi único avión contra los portaaviones. El haberlo perdido todo en el periodismo, sin embargo, no hizo decaer la cercanía íntima con que me distinguió siempre el poeta universal de Cartagena. A última hora quiso publicar todas mis cosas dispersas en una prestigiosa editorial, sabiendo que yo flotaba perdido en el océano, intentando distraerme de los tiburones.  

Me lo imagino ahora sentado ahí, bajo dos metros de la espesa agua de mar de Venecia que huele a plancton fresco.

El poeta Álvarez fue un superdotado de cuanto tuviese que ver con la belleza. Se conmovía hasta las lágrimas y temblaba como una hoja ante un cuadro contemplado en la galería de los Ufizzi en Florencia. Un brochazo maravillosamente dado era para él tan decisivo para la alteración del Universo como la estela de un cometa. «¿Cómo os explicáis a Uccello?», exclamaba en discusiones artísticas de madrugada, porque para él un pintor que se adelantaba a su tiempo era como la visita de un inexplicable fantasma. No sé si alguna vez le ocurrió (al que escribe sí), pero Álvarez era ese señor que permanecía despreocupadamente sentado en la terraza de un café de Venecia tomándose un vaso con mucho hielo al que echaba una ginebra que traía en una petaca, cuando el aqua alta de la laguna subía dos metros y amenazaba con sumergirlo. No iba a renunciar a la perfección del momento porque Venecia quedase sumergida con él sentado debajo. Me lo imagino ahora sentado ahí, bajo dos metros de la espesa agua de mar de Venecia que huele a plancton fresco (quien dijo que olía a tubería nunca entenderá nada de la vida), sonriendo con aquella expresión carnívora, extasiada ante el próximo festín, que ponía cuando la belleza de algo le tocaba.

Cuando todo lo que ha sido Álvarez se aleje más en el tiempo, haya desaparecido su huella cóncava en la butaca favorita ante su escritorio y cierre la puerta tras de sí en la morada de la inmortalidad, nos preguntaremos cómo es que lo tuvimos tan cerca, durante tanto tiempo, y no hicimos nada para darnos cuenta de quién era realmente Álvarez. Mucho más, inmensamente más que un simple ser que pasa por la vida por una feliz serie de casualidades que se entrecruzan, una sola vez y nunca más.

José Antonio Martinez-Abarca.

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