LOS AMIGOS

HISTORIAS DE UN SOLTERO DESENCANTADO. Por José Antonio Martínez-Abarca. 

No sé quién dijo que la amistad no es una relación prolongada y uniforme que se extiende a través de mucho tiempo, como dicen las leyendas urbanas, sino que consiste solo en «instantes de amistad». Una serie de ratos de empatía y diversión, que, por motivos desconocidos, se acaban. La vida separa a los amigos íntimos tenidos por inseparables sin un motivo concreto, sin haber enfado entre ellos, sin haber un malentendido, sin saber por qué, de un día para otro, dejando el recuerdo cada vez más lejano de esos instantes de amistad pasajeros. «Ya no nos vemos tanto como antes, pero creo que Fulanito sigue bien…».


Cuando uno se va haciendo mayor, cada vez va trabajando menos por conservar a toda costa las amistades


Es verdad que hay casos de amistades que se mantienen con la misma intensidad durante toda una vida, e incluso más allá de ella. Montaigne, el que en España fue llamado «Señor de la montaña» por traducir literalmente su apellido al castellano, dedicó un libro arrebatado en el que cantaba a la entrañable amistad que tuvo con Étienne de la Bóetie, una vez fallecido este. Durante treinta años, los que aún duró la vida de Montaigne, este no olvidó ni un día a su desaparecido amigo. Este tipo de amistad tan fiel en la vida y en la muerte no es nada común. Sobre todo cuando uno se va haciendo mayor. Cuando uno se va haciendo mayor, cada vez va trabajando menos por conservar a toda costa las amistades. Entra una especie, si no de desinterés, sí de vago desasimiento, de indiferencia. A esas alturas de la vida, uno ha experimentado que los amigos que parecían más firmes en la juventud mostraron luego no ser tan firmes. Nos fallaron una vez, cuando más necesitábamos su aliento, y lo perdonamos. Nos fallaron dos veces, e igual. A la tercera, nos dimos la vuelta para siempre, sin un reproche, sin un apasionamiento. Seguimos dándoles una palmadita afectuosa en el hombro, al encontrárnoslos por casualidad, pero solo una. «A ver si un día quedamos…». Nadie tiene la más mínima intención de que llegue ese día.

Ellos desaparecieron cuando los precisabas, no para contarles tus problemas, porque los problemas no le interesan a nadie, sino solo para que estuvieran ahí, en la cercanía al notarte bajo de ánimo, y tras esa desaparición estratégica se convirtieron en algo muy parecido a extraños. No se les puede echar nada en cara, porque como hemos dicho no lo hicieron -o no lo hicimos nosotros- por ninguna afrenta, ningún malentendido, nada concreto. Solo porque sí, porque suele suceder. Porque así es la vida.

-Como te vuelvas cada vez más solitario, querido, llegarás a perder hasta a los amigos de la infancia -me dicen las chicas que, en ese rasgo de caridad que solo se encuentra en las monjas y el personal sanitario femenino, tratan de protegerme-.

-Los amigos de la infancia los perdí cuando dejé la infancia, querida. Después, cuando ya apenas teníamos nada que contarnos, entraron en la categoría de «conocidos». Cuando han pasado cuarenta años, ellos y yo hemos cambiado lo suficiente como para que ya no seamos conocidos, sino únicamente «saludados»… Unos «saludados» especiales y entrañables, pero saludados al fin y al cabo.


En la madurez y la vejez uno renuncia, a veces tras muchos años de lucha interior, a aquello no esencial de la vida


Conforme van pasando los años, la preocupación por no tener amigos íntimos, o que estos hayan pasado a una categoría menos frecuentada y más lejana, disminuye. Yo diría que en la madurez y la vejez uno renuncia, a veces tras muchos años de lucha interior, a aquello no esencial de la vida. Tener el amor de alguien a tu lado, hasta el final, sí es esencial. El entretenimiento que te procuraban muchos, tantas amistades verdaderas que se revelaron equivocadas –vanitas vanitatum omnia vanitas– no lo es. La gente no esencial entra y sale de la vida, y no pasa gran cosa.

Decía Santiago Bernabéu, el sabio de Almansa, que los mejores años de su vida estaban siendo los de su vejez, a pesar de que todos sus amigos íntimos hubiesen desaparecido de su existencia, o muerto. «Ya no me queda nadie». No era así exactamente. Le quedaba el patrón de su barca de pesca, apodado «El Faraón», y su fiel María, su mujer, que antes de casarse con Bernabéu había sido esposa del mejor amigo de este, al que mataron en la Guerra. Bernabéu falleció habiendo dispuesto que sus restos descansaran junto a los de su adorada esposa, el sol de su vida. Pero cuando murió a su vez María, esta quiso que su cuerpo yaciera junto a la tumba de su primer marido, no junto a Bernabéu. Todo es pasajero, las grandes amistades y, tal vez, hasta los amores eternos…


José A. Martínez-Abarca

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