MESA CAMILLA. Por Paco López Mengual.
Hasta hace unas décadas era habitual que, de cuando en cuando, una chica de nuestro pueblo desapareciera porque se había fugado con el novio. Desde primeras horas de la mañana, la noticia corría de boca en boca entre el vecindario. Entre lamentos, llantos y muestras de indignación, la familia hacía público que la muchacha no había dormido en casa, por lo que a esas horas era casi seguro que ya hubiese perdido el honor que guardaba entre las piernas, y que tanto esfuerzo y consejos familiares había costado mantener intacto. Ahora, solo cabía esperar su regreso pidiendo perdón y, entre todos, comenzar a estudiar como reponer la decencia perdida. Lo cierto es que los fugados no solían alejarse mucho, para poder volver a la casa paterna al día siguiente. Así que utilizaban como refugio de su fechoría un hostal de carretera, la casa de un pariente o una habitación en los Baños de Mula.
A ojos de hoy, podríamos pensar que el muchacho se llevaba a la novia porque había quedado embarazada y de esta manera forzaba una boda rápida. Pero el embarazo no era ni de lejos el principal motivo de las fugas. La mayoría de jóvenes varones que se liaban la manta a la cabeza y optaban por este método lo hacía tras haber sido rechazados por los padres de ella; bien por su pobreza, bien por enemistades familiares. Aunque también hubo muchas parejas que se decidieron por la fuga debido a que sus dificultades económicas impedían celebrar una boda como Dios manda, con convite, casa con buenos muebles y tiros largos. Fuese el que fuese el motivo del rapto –un penalti imprevisto, un severo rechazo o los bolsillos vacíos-, los novios forzaban un casamiento apresurado y sin gastos que, a la postre, era aceptado por todos.
La boda era oficiada por un sacerdote de noche y con la iglesia vacía; si acaso, con media docena de testigos
Al regreso de la fuga, existía un protocolo de actuación no escrito que casi siempre se cumplía a rajatabla. La primera visita de los novios era a la casa de la chica para pedir perdón por haber mancillado el honor de la familia y para que el chico asumiera su responsabilidad comprometiéndose al matrimonio. La familia de la novia expresaba en voz alta su disgusto (para que fuese oído por los vecinos), aunque esta escenificación era más aparente que real; ya que, por lo pronto, se ahorraban el traje blanco, el banquete, el viaje de novios y el ajuar de muebles. Por lo general, y hasta que su economía lo permitiese, los fugados se instalaban en la casa de los padres del joven o de un hermano, lo que suponía un buen ahorro para ellos. La boda era oficiada por un sacerdote de noche y con la iglesia vacía; si acaso, con media docena de testigos.
Eran tiempos duros, así que no es de extrañar que muchas familias alentaran al pretendiente de su hija a que se la llevara. Para facilitar el rapto hubo hasta quien prestó la burra al futuro yerno y hasta quien pagó el taxi. Se cuenta el caso de un señor de una pedanía de Murcia que despertó por el ruido de una motocicleta bajo su balcón. Al asomarse, vio a su hija subida en el sillín trasero del vehículo, agarrada a su novio, dispuesta a fugarse. Al descubrir la escena, comenzó a dar voces. ¡Canalla! ¡Detenedlo! ¡Se lleva a mi hija! Los gritos enloquecidos del suegro lograron poner tan nervioso al novio que se le caló la moto. Tras varios intentos, el motor no arrancaba. La fuga había sido un fracaso. Entonces, al ver lo que estaba ocurriendo, el padre se precipitó en calzoncillos a la calle y, ante los ojos atónitos del vecindario, que el escándalo había hecho asomarse a las ventanas, comenzó a empujar la moto con los novios subidos hasta que consiguió arrancarla. Viéndolos marchar, de nuevo comenzó a gritar: ¡Canalla! ¡Detenedlo! ¡Se lleva a mi hija!