La Murcia de los forasteros

Por José Antonio Martínez-Abarca

Foto de Ana Bernal

Recuerdo cuando a Murcia no venía un turista. Tampoco vamos a reprochar al turista que no viniese. Poníamos demasiado fácil a la gente de fuera el no visitarnos. Murcia era un lugar cuidadosamente lejos de todas partes, más por lo dificultoso de los trayectos que por una distancia sideral en kilómetros. Eso no molestaba a los murcianos, más bien había una especie de autoafirmación en el casi perfecto aislamiento.

A Madrid, por ejemplo, se iba y se venía por una carretera estrecha, a paso de caracol debido al gran número de camiones que la tapizaban. Alguien había tenido la precaución de plantar hace mucho tiempo, cuando aquello era una senda para carromatos, a una y otra orilla, gigantescos árboles con una franja horizontal en el tronco pintada de blanco, no sé bien si para que los coches no se estrellaran con ellos de noche o bien precisamente para que se supiera bien dónde estaban los árboles cuando uno tenía la intención de estamparse. Estaban puestos a muy mala idea, en cualquier caso, aquellos árboles. Así el trayecto a Madrid no era un viaje sino una aventura, bastante amena, eso sí. Solía cortar la carretera una recua de ganado, siempre llegando a la altura de Cuenca. O bien el coche se paraba, recalentado y soltando estufidos de vapor de agua, y había que dejarlo dormir la siesta. Había quien optaba, y no es una exageración, por montar un tendillo con una sábana entre dos pinos, haciendo la merienda mientras el tráfico se reanudaba. Había también quien, harto, echaba a andar por el arcén, olvidándose de su vehículo, queriendo llegar a Madrid antes andando que conduciendo. La mejor comunicación desde Murcia era por tren con Andalucía, justo lo que no existe hoy. No es que haya comunicación por tren con Andalucía peor, sino que no hay ni mala ni buena, ninguna.

Aquí, en nuestro pequeño pueblecito, estábamos los de siempre, y nos saludábamos ocho veces diarias.

Lo que quiere decirse con todo esto es que había que estar muy convencido para tratar de venir a Murcia de turismo, porque el trabajo que tenía que emplearse en esa decisión no era poco. Durante algunos decenios ese «convencimiento» para venir aquí lo ponía el restaurante «Rincón de Pepe», cuando vivía el propio Pepe. Yo apenas llegué a conocer esa época. Debían dar de comer cosas que no estaban del todo mal en el «Rincón de Pepe», porque había muchas estrellas de Hollywood que, como se dice si lo traducimos del inglés, cogían «trenes, barcos y aviones», tardasen lo que tardasen, sólo para sentarse a la mesa. Luego estaba la ventaja de que podías traer a cenar a una querida sin temor a coincidir con la legítima. No siempre funcionaba: al actor Anthony Quinn le pilló de esa guisa, bien acompañado, mi amigo Tomás, el fotógrafo, quien le hizo unos retratos furtivos. Creyendo que iban a salir en el «Paris Match», Quinn quiso darle un puñetazo, pero Tomás se salvó entregándole el carrete. Salvo lo del Rincón, turistas, pocos. Ni estaban ni se les esperaba. Aquí, en nuestro pequeño pueblecito, estábamos los de siempre, y nos saludábamos ocho veces diarias. A uno de Valladolid que por casualidad paseara por la Trapería la gente se le quedaba mirando, no dando crédito, como a una aparición.

-Perdone, usted tiene cara de ser de Valladolid.

-De Valladolid, sí, señor. ¿Cómo lo ha sabido?

Foto de Ana Bernal


Los murcianos habían convenido en que aquel señor tenía que ser por lo menos de Valladolid, ya que no lo habían reconocido como de Murcia por saludarlo ocho veces al día («tu carácter no me es conocido», que se decía antes cuando se quería declarar «tu cara no me suena»). Cuando se paseaba un señor de Valladolid, o de sitios así de exóticos, era un acontecimiento para la ciudad. A veces se formaban corrillos de expectación. ¡Un forastero! Uno entraba a la catedral y en la puerta estaban siempre los mismos pobres, todos de la tierra, que bebían vino cuando acababa la jornada. En el Casino estaban siempre los mismos señores con bigotillo y cuando se salían a la puerta se encontraban a los mismos limpiabotas. El señor de Valladolid de visita por la ciudad daba tema para hablar varios días.

Resulta que a los turistas no sólo les interesaba jugar al golf. Se sientan en las terrazas. Vienen a la Catedral y al Casino, y a pasear por la Trapería.

Hoy Murcia está sorprendentemente llena de turistas, concretamente del norte de Europa. Yo, como murciano de toda la vida, murciano de ochenta apellidos, siento curiosidad por preguntar si son de Coventry, porque tienen mucho aire de ser de Coventry. Resulta que a los turistas no sólo les interesaba jugar al golf. Se sientan en las terrazas. Vienen a la Catedral y al Casino, y a pasear por la Trapería, como si fuesen de Valladolid. Se quedan extasiados ante la fachada del Casino y hasta han perdido el pudor a la hora de entrar. Nunca fue exactamente un club privado, pero ahora es más abierto que nunca. Los actos no organizados directamente por el Casino se suceden continuamente. Para el 2024 se espera récord absoluto de visitantes. Quién se lo hubiese dicho a nuestros ancestros. Se hubiesen quedado pasmados de haber visto el tráfico de turistas de hoy en día en Murcia, todos y cada uno de los cuales se paran ante el Real Casino, o acuden directamente a él. Hoy nadie le hubiese prestado la más mínima atención a un señor con cara de ser de otra parte de España. Ya no nos extraña ni que sean del extranjero, «del mismo extranjero ciudad», como también se decía aquí en deliciosa expresión.

Foto de Ana Bernal

Hoy como ciudad ya no estamos perdidos de la mano del Señor, nos han encontrado. El Real Casino, que nació para abrirse al mundo, ya no está encerrado en una ciudad satisfecha de su aislamiento. Algo debió olerse con mucha anticipación, profético, hace más de cuarenta años el insigne escritor catalán Josep Plà, incansable viajero por el mundo, cuando escribe, en la que sería su última visita a Murcia (moriría meses más tarde): «cómo ha cambiado Murcia, Dios mío. Y las mujeres a mí me parecen muy guapas, aunque no las conozco de nada…»

José Antonio Martinez-Abarca.

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