Mesa camilla, por Paco López Mengual
Nos situamos en la Molina de Segura de los años 50. El pueblo ultracatólico, el pequeño Vaticano; la Molina con olor a misa de doce, a velos y pecados. Una muchacha del pueblo se despedía de su novio que marchaba al servicio militar. Apenas pudieron despistar a la escopeta y disfrutar de un rato de intimidad para despedirse. El destino del muchacho estaba en las Islas Canarias, un lugar tan alejado de Molina que no podría regresar a casa durante los casi dos años en los que debía servir a la Patria.
A los pocos meses de aquella despedida, la novia comenzó a tomar peso y a engordar; lo hacía de una forma vertiginosa, hasta el punto de que llegó el momento en el que no podía ocultar la hinchazón. La gente comenzó a murmurar y algunos vecinos hasta le negaron el saludo. Las miradas de repulsa y los gestos inquisitorios eran constantes cuando caminaba por el pueblo. Humillada, decidió no salir a la calle. Mientras tanto, sin mucho éxito, juraba una y otra vez ante su familia que no había mantenido relaciones con su novio. Ante el deterioro de su salud y el enorme volumen que iba adquiriendo su vientre, la llevaron a un especialista de la capital, que muy pronto detectó el problema: la joven había generado un tumor de enormes proporciones en su interior. Tras la operación quirúrgica y para acallar los bulos, el padre solicitó a los médicos que le entregaran el bulto extirpado. Regresó al pueblo en autobús y portando el tumor dentro de un bolsón. Una vez en su casa, colocó la masa de carne en un lebrillo de cerámica y, con la ayuda de un hijo, lo trasladó hasta una céntrica tienda de la calle Mayor, donde quedó expuesto durante dos días en el escaparate. De esta brutal manera, logró acallar los comentarios sobre la honradez de su hija, que sólo así logró volver a pasear por las calles sin recibir las miradas inquisitoriales de esa Molina de rosarios y reclinatorios.