La Cara B /Por Antonio Rentero.
«Llegué con 9 años a Murcia pero tuve que esperar hasta los 14 para descubrir el windsurf. El día que eso sucedió dejé atrás mi origen de secano. El mar me transformó para siempre.
Un chico me gustaba (siempre hay un chico de por medio) y un día le vi surcando el mar sobre esa delgada tabla blanca, con una vela que giraba con habilidad con sus manos. La imagen del chico se desdibuja en mi memoria pero no así la de ese instante en que descubrí que podías deslizarte sobre las olas con tan poco aparejo alrededor. La imagen fue poderosa. Me centré en el deporte y no en la belleza efímera del chico así que comencé a indagar la forma de hacerme con una tabla de windsurf.
Mucho tuve que darle la purga a mi padre para que convenciera a mi tío, que vivía en París, de que me trajese una tabla Big 210 desde Francia. Una tabla nueva, ni de segunda mano ni nada semejante puesto que entonces había muy poca gente que practicase windsurf, no existía un mercado de ocasión. De hecho cuando empecé yo era la única chica con una tabla en mi playa, Islas Menores.
Fue una tabla modelo Transatlántico (específica para aprender) que permitía lo que para entonces era una osadía (tímido y escaso para los parámetros actuales) como la de coger olas de cierta altura y elevarse un poco sobre la superficie del mar despegándose del agua apenas unos centímetros, centímetros que desde mi posición semejaban desafiantes vuelos que despreciaban alegremente las ataduras de la gravedad.
El día que llegó mi tabla me fui corriendo con ella a la playa a ver cómo montaba aquel rompecabezas. Al principio sólo había dos chicos (antes dije que siempre hay un chico… a veces hay dos, así es la vida) que podían ayudarme, uno de ellos con un pequeño barco de vela, un optimist, el modelo con el que casi todo el mundo se ha iniciado en la náutica, en el que me explicaba los fundamentos más esenciales: qué es una botavara (y cómo esquivarla cuando busca partirte la cabeza en un giro o un cambio de viento), que es una cincha, como trasluchar… pero sobre todo me enseñó cómo elevar la vela para no sufrir en la espalda y a controlar el viento.
Una mañana me atreví a salir yo sola. Dejé atrás mi habitual zona de prácticas, en la playa de Poniente, la que da a la Lengua de la Vaca, al lado de Los Nietos, y emprendí el rumbo en solitario hacia la isla del Barón. Como siempre fijé mi vista hacia adelante. Era mejor fijar la vista en el horizonte, hacia tu destino en lugar de mirar hacia abajo y ver todo lleno de medusas bajo las aguas. Todo transcurría con normalidad y disfrutaba de ese privilegio natural que es nuestro Mar Menor (a esas alturas ya me consideraba una murciana más) cuando se me rompió el soporte de la vela en mitad de la laguna.
Se trata de una pieza que no es sencillo reparar, especialmente cuando has salido a dar un paseo y no es que no lleves herramientas sino tan siquiera un triste botellín de agua. Me armé de paciencia y me senté en la tabla a esperar que pasase algún barco. Y esperé. Y esperé. Y esperé.
Eran ya las 5 de la tarde cuando se acercó un pequeño velero que pudo rescatarme. Aprendí que, como los buceadores, nunca debes salir en solitario. Y aprendí lo inconveniente que resulta tener que sentarse con la piel protegida únicamente por un fino bañador sobre la superficie antideslizante de una tabla de windsurf durante 10 horas.
Soy Carmen Celdrán y aunque muchos no lo saben soy una windsurfista de secano.»