Por Ángela Robles Reyes.
Llegado ese momento de deshacer la casa de los padres tras la muerte del último de ellos, abrir las puertas, recorrer los cuartos, mirar el interior de un armario, deja de ser algo natural y cotidiano para convertirse en una especie de profanación de santuario. Una tormenta de sentimientos afloran en ti y la pena profunda y, a veces, sofocante alterna con la sensación de sorpresa al descubrir detalles olvidados o desconocidos de nuestra historia: sentimientos de ternura , de impotencia o de sentirse desbordados por tantos objetos y recuerdos que ya no tienen lugar y esperan un nuevo sitio en la vida de otras personas.
Aquellos primeros días mis hermanos y yo arrasamos con todo con la rapidez del que no quiere alargar el proceso y con una equidad entre nosotros que hizo todo más fácil. Sin embargo, clasificar cuadros, porcelanas, notas escritas y mil detalles de toda una vida, se fue convirtiendo en una adicción para nosotros que nos tenía atrapados en ese pequeño mundo de paredes blancas, el cual nos transmitía mensajes de quienes éramos, nos transportaba a un tiempo pasado y nos permitía vivir el duelo de una forma más pausada. Cuando por fin logramos dejar la casa asolada. Yo encontré un lugar apresurado y provisional para esa parte de vida pasada que me había tocado cuidar. Así fue como mi casa se llenó de algunos de los tesoros más preciados de mi madre: sus labores.
«Pero yo, que no quise aprender todo lo que mi madre quiso enseñarme, que siendo adolescente me resistía a comprender el entresijo de aquellos puntos enrevesados (…) descubro, sorprendida, que sé coger las agujas con esa precisión que de alguna forma logró enseñarme»
Desde la infancia, siempre he visto la imagen de mi madre rodeada de telas y su caja de los hilos, como ella la llamaba. Multitud de pequeños utensilios repletos de colorido y una bolsita de tela donde se guardaban botones, los rescatados de las camisas viejas, botones infantiles y aquel de un vestido de fiesta. Todos guardados para ser reutilizados. Expresión de una filosofía de su vida. Pero además estaban las agujas de hacer punto y ganchillo, los retales de telas, ovillos de lanas y revistas de labores con anotaciones entremezcladas.
Han pasado ya dos años y ahora, de pronto, la vida, que nos va poniendo a todos en los mismos pasos, me ha convertido a mí en abuela de dos preciosos niños. Y será por eso que me ha nacido la necesidad de tejer con mis manos un pequeño hatillo. Pero yo, que no quise aprender todo lo que mi madre quiso enseñarme, que siendo adolescente me resistía a comprender el entresijo de aquellos puntos enrevesados, abro ahora mi tesoro, voy tocando despacio los hilos y todo el arsenal de buena costurera que he heredado y descubro, sorprendida, que sé coger las agujas con esa precisión que de alguna forma logró enseñarme, que incluso sé interpretar el vocabulario de instrucciones escritas, consiguiendo así tras varios intentos primeros convertir las hebras de hilo en una botita infantil. Y me pregunto con admiración hacia mi madre ¿cómo consiguió enseñarme a mi pesar? Recuerdo estar sentada en las veladas junto a ella, siempre rodeada de sus costuras. Me decía «¿Si me puedes hacer este sobrehilado cortito, mientras yo termino esto, solo cinco minutos?», y yo lo hacía bajo su atenta y a la vez, disimulada mirada, que dirigía la costura correcta. O una puntilla de ganchillo a ese paño, para convertirlo en un regalo de cubre bandejas, total, solo me pedía un pequeño tramo, eso sí, sujetando el hilo con las manos en postura perfecta. Y yo lo cosía pensando que era para ayudarla.
No solo logró transmitirme parte de sus habilidades, sino que plantó en mí la semilla del entusiasmo y la curiosidad por el conocimiento. ¡Ojala sepa yo también, dejar tan buena herencia como la guardada en su caja de los hilos!