PINCELADAS. Por Zacarías Cerezo.
El pintor vio un día cómo se cerraba la casa y marchaban sus moradores. La despedida era un hasta luego, no había previsión de una larga ausencia. Pero los vecinos no regresaron; un nuevo destino se configuró para ellos y la casa permaneció cerrada.
El tiempo estremece los muros: puertas y ventanas se deforman y desencajan. Es sorprendente hasta qué punto una casa necesita de sus moradores, tanto, quizás, como los moradores de ella.
Un día alguien, sin esfuerzo, violentó la puerta y profanó el silencio de una década. No sé si se llevó algún objeto, pero arrasó con lo de valor: la memoria de varias generaciones, la impronta de las personas que nacieron, vivieron e, incluso, murieron entre los modestos muros. El intruso dejó sus huellas sobre el polvo harinoso, esa nieve del olvido que congela los recuerdos cubriendo las fotos amarillas, los recibos de esforzados pagos, los cuadernos escolares y demás enseres.
La casa quedó abierta. Otros intrusos entraron, varias familias gatunas se empadronaron en lo que empezaba a ser una ruina. Avisado, alguien vino y puso una cadena a la puerta, quizás pensando que sería provisional.
El pintor, que hace de la observación una herramienta de trabajo, se da cuenta de que no había prestado atención a esta cadena que ve cotidianamente desde hace 30 años. Ya sabía él lo de «tempus fugit»; pero esta mañana, como en un ataque de lucidez, cada eslabón le ha recordado qué fugaz ha sido todo lo vivido en este tiempo; cuántas cosas provisionales son para siempre y cuántas veces creemos que estaremos permanentemente aquí siendo, como somos, “provisionales”. ¡Ay, Dios!