Cartas desde Tombuctú, por Antonio V. Frey
La noticia de mi visita a la tumba del beduino maldito –la que te conté en la última carta- corrió entre los pastores, que me consideraron un atrevido y un irresponsable. Decían que podría contagiarme una mala baraka. Por si las moscas, su sentencia siguió hasta que nos separamos, manteniendo una distancia prudencial. A pesar de ello la camaradería de la caravana siguió, al amparo de la condescendencia con que me consideraban por mi condición de europeo y cristiano, o como ellos nos llaman, nasara.
Durante la travesía me rondaba en la cabeza la historia de ese pobre hombre condenado por el destino, lo que me condujo a pensar en otros cuyas pobres almas atormentadas estaban registrados en nuestras tradiciones europeas o la literatura. Entonces caí en la cuenta de una ausencia extrema muy señalada en la cultura popular de los países islámicos: el vampiro. Por él pregunté a mi habitual interlocutor, Fatah, el mayor de los pastores, miembro de la tribu berebere de los Aït Ussa.
Me miró extrañado —¿Qué es un vampiro, sidi?-. Entonces le expliqué sus características, historia, hitos literarios e, incluso, películas que se le habían dedicado, aunque no le referí las leyendas de malignos no muertos y chupadores de sangre en Mesopotamia, India, China y el Egipto faraónico.
—Imposible, sidi talib– dijo, sonriendo. —El islam prohíbe beber la sangre, ni siquiera de los animales. Ya nos viste cuando preparamos aquella gacela que cazamos: la sacrificamos orientada a La Meca y la dejamos dormir.
Entonces caí en la cuenta de una ausencia extrema muy señalada en la cultura popular de los países islámicos: el vampiro.
Tal simpleza desarmó cualquier otra cuestión al respecto, pero en rigor, sólo me demostraba que tales personajes no eran del todo populares en el imaginario beduino de esta parte de la Tierra. Llegué a la conclusión de que, a pesar de la pretendida descendencia árabe de la que todos se precian, algunos desconocen la existencia del ghul; una especie de necrófago que profana tumbas y se alimenta de cadáveres recogido por el folclore arábigo e incluso la célebre “Mil y unas noches”. Y aunque estaba convencido de que ese tipo de horrores no contaba para ellos, de pronto recordé la leyenda de Abdelkader, que tiene por escenario un cementerio en las afueras de la ciudad mauritana de Azugi. Esa leyenda, que me contaron hace unos diez años cuando andaba por allí, decía que el tal Abdelkader era un ghul a quien un santo sufí de la localidad sorprendió devorando a su maestro recién fallecido. El ser, alertado, cambió de forma –pues es una de sus características-, convirtiéndose en una frondosa acacia espinosa. El santón imploró a Dios por su maestro y todos los demás inhumados, y Éste, conmovido, condenó al maldito a la forma arbórea para el fin de los tiempos, de manera que nunca más fuera una amenaza. Y así se le puede contemplar, en medio del cementerio, como ejemplo de escarmiento a quien se acerca a alterar ese lugar de reposo. Al visitar la tumba del maestro sufí Brahim –así se llamaba-, sus cuidadores, que pertenecen a una zaguía que cultiva sus enseñanzas místicas, relatan la historia que enaltece la santidad de su maestro y la omnipotencia divina.
Y aunque estaba convencido de que ese tipo de horrores no contaba para ellos, de pronto recordé la leyenda de Abdelkader.
Mientras recordaba todo aquello, por un momento me inquietó que mis amigos beduinos me consideraran una especie de ghul, pues mi labor de investigación me conduce a visitar tumbas del desierto, aunque me cuido de no profanarlas ni dejar el más mínimo atisbo de duda al respecto.
—No te preocupes, sidi– me dijo riendo Fatah. —Tú eres un noble talib– sentenció. Nunca pude averiguar cómo había adivinado mis pensamientos. Eso queda para la magia del desierto.