Mágicas palabras, por Consuelo Mengual
Las voces del monasterio, de Giulia Conte, (Raspabook, 2023), seudónimo de las escritoras Zaida Sánchez y Ana Verdú, es una maravillosa novela ambientada en el olvidado Monasterio de San Ginés de La Jara y el monte Miral, lugares que son, a la vez, personajes de la historia, y cuya coordinada estructura narrativa juega con la interesante figura del doble literario. Curiosamente, en el cuento Los de entonces, de Emilia Pardo Bazán (“El Imperial”, 11-9-1905), también las ruinas de una ermita acogen un suceso de convulsión política en España.
¿Cómo se ha equilibrado esta novela?
Cada una escribió su parte y lo difícil puede haber sido el ensamblaje entre las historias de París (Zaida) y las de Murcia (Ana). Entre nosotras no anticipábamos ni revelábamos nada y cuando nos reuníamos las íbamos relacionado para encontrar una sincronía en los puntos de conexión y en el tiempo novelado. Zaida venía ya trabajando en otra novela sobre un grupo de mujeres infelices en París, sus penas y dolores, sus relaciones personales, también entre madre-hija. Y siendo el origen del Monasterio de San Ginés de La Jara también francés, Ana encontró ahí la conexión y el equilibro de unión.
¿Crear mundos permite la reparación de vacíos?
Totalmente, se escribe para reparar continuamente, nosotras y nuestros personajes. Vuelcas montones de cosas y, al leerlas, te descubres y te aportan. Es casi una semejanza con la idea de reparación del monasterio, que sería otra forma de recomposición. La literatura como cauce de reconstrucción.
¿El miedo nos hace seres débiles?
Hay miedos muy diferentes, sin verlo tanto como una debilidad. El inspector, por ejemplo, sale de su miedo al subir al Miral. Al principio, el miedo les hace daño a los protagonistas, pero también les hace reaccionar. Cuando te haces consciente del él decides.
¿Cómo nos afecta que nuestra vida esté en boca de otros?
Nos influye sobre todo de jóvenes, daba vértigo, pero ahora va desapareciendo. Escribir es una forma de desnudarse porque parte de mí está ahí. Pero ha sido bueno porque he tenido buenas devoluciones, incluso las que han sido negativas. No me gusta el boca a boca cuando es desconocido (Ana). Es cierto que va importando menos lo que digan, no te afecta tanto que clasifiquen la novela de negra, otros de simbólica, otros de intimista, porque es una novela que abarca muchos aspectos (Zaida).
“Somos prescindibles, pero hasta un cierto tiempo”.
En la niñez, ¿las carencias se traducen en silencio?
Totalmente. La niñez es un tiempo donde se desconoce el propio silencio. De mayor se da uno cuenta, pero de niño no hay herramientas para gestionar lo que no se entiende.
Cabe también una evocación a Maternidades (MurciaLibro, 2019), un libro de relatos de Zaida . ¿Qué cambia un hijo en la vida de una madre?
Como Las voces del monasterio, nace con aquella idea de las mujeres infelices; la maternidad atraviesa su historia, tanto por el deseo de ser madre como de no serlo. También hay mucho bien en la maternidad pero igualmente se habla de lo que hace sufrir.
La literatura, como elemento transformador: “Mucho más allá de un hijo, la literatura ha sido mi verdadero destino”.
Es inherente, escribíamos desde niñas. La literatura me da más que un hijo por todo lo que te das y te devuelve y ahí está también mi hijo, en mis propias palabras (Zaida). Lo maravilloso es que la literatura te permite escoger y la vida no (Ana).
¿La muerte nos demuestra que somos prescindibles?
Sí y no. Podemos ser prescindibles pero lo que hemos dicho deja su huella (Zaida). Cierto, pero ahí falta la coordenada tiempo, somos prescindibles, pero hasta un cierto tiempo: mientras hablen de nosotros (Ana). Como el monasterio, que todavía está, pero cuando ya no le importe a nadie lo intensa que allí fue la vida, donde incluso se celebraba el mercado grande de Cartagena, todo se puede desvanecer y perderse.
“El amor es siempre una lanzadera, no una detención”.
¿Investigar la muerte es, en realidad, investigar la vida?
Pasa mucho, que se toma conciencia de que esa persona estaba ahí, de lo que hacía y las cosas que ha dejado. Mi primer recuerdo de muerte fue el de mi abuelo y me sorprendió que, sólo después de meses, tomé conciencia de su ausencia (Ana). Por ello, hagamos algo ya para que el monasterio no muera, no nos quedemos con el mito, sino que pongámoslo en valor (Zaida).
La idea de ermitas en ruinas nos aproxima a lo que es útil y lo que no lo es. En este sentido, Pardo Bazán menciona “una iglesia ojival agrietada de modo amenazador, ruinosa por el abandono de generaciones, indiferentes a tanta hermosura”.
Las ruinas, en sí, son muy bellas y al repararlas, a veces, las estropeamos. El monasterio era más bello antes, pues se cuestiona la leve restauración que se ha hecho (Zaida). Duele la indiferencia del significado, de lo que fue. Ya no sabemos mirar. Así es, somos indiferentes ante la hermosura (Ana).
¿Dónde reside la magia del monte Miral?
Hay algo muy potente en él. Ya lo imaginamos antes de subir y así fue. Pisarlo fue decir que era verdad todo lo que se siente. Es el contacto con el suelo, la altura, lo que hay abajo es espectacular, las ermitas, el mar, las palmeras, allí se ha orado tanto que esos interiores de las personas, en su soledad, siguen ahí. Lo curioso es que desde un lado observas tanta belleza y al girarte está la sierra minera, seca, gris. En un sólo giro, todo cambia. Hoy vemos otro Miral. Hace 500 años fue un bosque. Por aquí han pasado muchas generaciones, como por la ermita del cuento Los de entonces. Y habitan los dioses del hogar.
“El amor no debe ser una atadura sino una rampa de lanzamiento”. Esta frase podría completarse con ésta de Los de entonces: “Recordando las veces que había cruzado aquel pórtico para espiar la salida de su amada”.
Hay mucho amor: a las cosas, las personas, las plantas, la tierra, la cultura, los olores… El amor es siempre una lanzadera, no una detención.
Es una novela de sensibilidad ambiental, llena de jaras y otras plantas que conforman el paisaje, en la línea del naturalismo de Pardo Bazán: “Y al asomar el renuevo, pintando de un verde más tierno la campiña y haciendo brotar las locas gramíneas y los junquillos tempranos”.
Es intencionada esa cercanía al entorno natural para situar al lector en el paisaje donde está el monasterio, enlazando con la sensibilidad del cuidado del Mar Menor, al que está ligado. Recoge una foto muy amplia de todo el conjunto del valor paisajístico, no sólo de la piedra,
¿Es en la mente dónde residen nuestros fantasmas?
No sabemos si sólo en la mente, pero también ahí.
¿Existen lugares con fuerzas o energías telúricas, lugares con magia que nos encuentran? Es la idea de sentir la comunicación con los espacios que Emilia Pardo Bazán describe así: “uno de esos duendes familiares imprescindibles en los pueblos de tradición, que conocen los secretos bien guardados de las silenciosas piedras”.
Nosotras les llamamos ángeles, como la Ermita de Los Ángeles, aunque en la documentación consultada exista confusión con el nombre de las ermitas, si bien ya se ha llegado a un consenso. Cuando hicimos fotos de San Ginés algo pasó, algo misterioso apareció en ellas, una luz muy especial nos iluminó. Sientes paz.
¿Cada familia es un mundo repleto de interrogantes?
Siempre lo que ves desde fuera nunca es lo que la familia pueda representar de verdad La familia nos aporta, más que respuestas, muchas preguntas. La familia te da una primera visión, pero es una fuente de interrogantes, sobre uno mismo, y sobre nuestros propios vacíos.
Estructuralmente es una metanovela, una novela dentro de otra novela, entre Murcia y París.
Nos gusta la metaficción. Unir dos historias: la escritora que muere enlazada con la del monasterio, intercambiando ficción y realidad. Es un continuum, como la cinta de Moebius, difícil de separar.
¿Son los sueños parte del entendimiento de la realidad? Decía Pardo Bazán, “… pedazo de alma que dormía cautivo en la piedra, olvidado de la gente”.
Los sueños son fundamentales para crear realidad. Esta misma novela se ha escrito sobre un sueño nuestro. Creamos una realidad física (Zaida) y esa realidad también nos lleva a los sueños (Ana). Soñar es una máquina de crear realidad.
“Los sueños son fundamentales para crear realidad”.
¿Cuáles son las verdaderas certezas? ¿Mirar desde lo alto para no tener ceguera? La realidad de Los de entonces es que “… salían de la cárcel para ser pasados por las armas en un campillo próximo a la iglesia”.
La perspectiva es fundamental para hallar el camino porque no sabemos las certezas. Si te levantas, ves el camino.
Los personajes son espejos, alter ego de la escritora que muere y la protagonista de su última novela sin publicar. Esa idea del doble literario es muy interesante.
Todavía aquí es más íntimo entre la creadora y lo creado, ¿quién mira a quién? Jara, la perra, representa el espíritu del monasterio y del Miral. Surgió de la propia necesidad narrativa del diálogo.
También es sorprendente la teoría de los universos paralelos, que da mucho juego a la novela y hay una voz interna que lucha para que el monasterio no se desmorone. El lector lo percibe como una llamada a la acción.
Todas las voces de los personajes conforman las voces y cada persona que la ha leído ya es parte de ellas. Es una difusión de todas las voces.
La ausencia de campana es muy significativa, como lo puede ser “la floreada cruz” que “recortaba sus pétalos de piedra dorada por los siglos sobre un fondo de un azul transparente, como el cristal veneciano” en el cuento de Pardo Bazán.
Aunque pensamos en un órgano, Julia no podía oírlo por estar fuera del monasterio. Por eso es una campana, y por su significado espiritual.
Existe una original conexión entre la música de cada capítulo y la historia del mismo.
Me gusta mucho la música francesa de época y las letras de las canciones se trasladan también a la historia que se narra (Zaida).
¿La verdad está sólo dentro de uno mismo? Así parece desprenderse del final de su novela y del cuento pardobaziano.
La verdad está dentro, los protagonistas se van guiando por su criterio, van cediendo hasta emocionarse, se buscan a sí mismos. Por eso, realmente, no se está representando el criterio propio del monasterio.