Aunque no me crean, hasta cierta edad yo fui un hombre extremadamente “niñero”. Y lo más difícil: “niñero” con los niños de los demás. Me han gustado mucho los niños, en todos los sentidos excepto el pederasta. Siempre he venido buscando la compañía de los viejos y los niños, las dos franjas de edad que me interesaban. Aprendía de ellos. Ya sólo sigo buscando a los ancianos, para que me hagan más sabio, si cabe. Pero hasta un determinado punto de mi vida fui esa clase de hombre con quien se enternecen aquellas mujeres que tienen desarrollado el asunto de la maternidad.
Siempre he venido buscando la compañía de los viejos y los niños, las dos franjas de edad que me interesaban
Los niños, ante todo, tienen el sexto sentido de los animales domésticos, que luego me figuro que se pierde al crecer. Olfateaban, de alguna manera, que yo era “niñero”: donde había un niño desconocido, siempre se acercaba a mí. Sólo a mí. Como se acercan amistosos los perros feroces que huelen que no les tienes miedo. El pequeño, instintivamente, sabía que sabría ponerme a su nivel, porque de algún modo yo había conservado algo de mi propia infancia. Entre niños se me notaba en mi salsa. Las premamás, las mamás y las abuelas, por supuesto encantadas.
Las chicas sabían que conmigo los niños estaban en excelentes manos. Tenía una habilidad especial para atender sus imprevistos
Las chicas sabían que conmigo los niños estaban en excelentes manos. Tenía una habilidad especial para atender sus imprevistos. Los cuidaba, les hacía dormir, les daba de comer, de jugar, de bañar, de cambiar, de lo que fuese. Me salía de la norma que reza que los niños “son para un rato”. Conmigo prescindían de rabietas. Trataba de acompasar el ritmo de mi corazón al suyo. El secreto era que no te sintieran como perteneciente al extraño y lejano mundo de los adultos. Era como si los menores me dejaran entrar en su Paraíso cerrado al público. Ya no ocurre así. No sé qué pasó. De unos años a esta parte vengo, por el contrario, no soportando a los niños. La vida son épocas, como se suele decir. Como no tengo ninguna vocación docente, llega un momento en que lo que te gusta es que los niños vengan ya viejos, sin tenerles que enseñar nada. Me desespera enseñar nada a nadie. Por eso tampoco aguanto a las jovencitas. Siempre he tenido algo del mister Scrooge de Dickens (menos su dinero), pero con el tiempo la tendencia va a mucho más.
-Espero que os llevéis bien mi niño y tú -me dicen mis conocidas-.
-Si no coincidimos, nos llevaremos fantásticamente.
Uno dice eso cuando ya no le queda nada ya de la niñez. Supongo que estoy esperando ese momento crítico en que la niñez vuelve, cuando llega la decrepitud, eres dependiente en todo y todos y los recuerdos lejanísimos de la infancia parece que hubiesen ocurrido esta misma mañana. Pero ese momento aún no ha llegado. En la época de mi vida en que me encuentro se ha evaporado la energía de la juventud pero aún no ha llegado la decrepitud. Ahora los niños me perturban la búsqueda de una cierta paz, y desde luego eliminan por completo la práctica de la contemplación, que es lo único que me apetece ahora. Por eso ni los monjes ni los escritores deben tener niños.
En la vida hay un momento en que uno sólo busca el alejamiento. Los niños recuerdan que una vez vivimos con ese dispendio de energía, y es una constatación muy desagradable. No tenemos ya fuerzas para ir detrás de ellos. Si vas detrás de ellos en serio te puede ocurrir lo que al viejo Vito Corleone en «El Padrino», cuando correteaba tras su nieto entre las tomateras. Llegas a detestar la mera idea de su fatigosa vitalidad. Y el que siempre estén preguntando. Y tú sólo deseas que te dejen tranquilo con tu pasado. Las mujeres maternales te miran con cara de espanto y desaprobación. Desde luego, te encasillan entre aquellos hombres a los que no se quiere como pareja, aunque en principio ellas no quieran tener descendencia, sólo “por si acaso”. “Qué mal viejo vas a ser, siempre renegando”, me decían de niño, porque era un personaje tirando a gruñón. Bien, ya he cumplido ese vaticinio. Ya nadie me ve como buen abuelo, una situación, la de abuelo, a la que por otra parte no llegaré nunca, a Dios gracias. Como es natural, eso las espanta. A todas.
A las chicas, por poco instinto maternal que tengan -que siempre dicen que es menos del que realmente tienen- les disgusta un hombre indiferente, y no digamos impaciente, ante los niños. Te ven como dimitido de las auténticas realidades de la existencia. No les falta razón. Muy probablemente los niños son lo mejor de la vida, el sentido de que estemos aquí. El problema es cuando ya le encuentras más sentido a la cerveza que a la biología. Yo aconsejo a mis conocidas con hijos que escojan a sus posibles nuevas parejas entre aquellos que acuden de buen humor al menos a tres cumpleaños infantiles durante la misma semana.