Historias De Un Soltero Desencantado: Las Cenas

Estos relatos de ficción masculina tienen naturalmente su parte de realidad. Y no es una parte pequeña. Más bien casi todo corresponde a experiencias reales. Digamos que son relatos de ficción, pero de una ficción relativa. Corresponde al lector imaginar qué es lo inventado, entre una abrumadora mayoría de hechos y pensamientos completamente verídicos. La intención de escribir esta serie, agrupada por temas, es tratar de reflejar el inframundo de los solteros que se dirigen a ese estadio lamentable del varón que Woody Allen definía como «seductores otoñales».

Por José Antonio Martínez-Abarca.

LAS CENAS

CENA 1
Soy un hombre soltero de Murcia, uno de los llamados «singles» en esa edad delicada donde lo que había en mi vida ya ha dejado de ser y lo que estaría por venir no termina de presentarse. Y probablemente ya no se presente jamás. La soledad tiene una agradable temperatura tibia hasta alcanzar cierta edad; a partir de entonces, se enfría rápidamente, retuerce el alma, encerrado en la rueda de tus propios pensamientos, y sólo te convierte en un maniático. Hasta ahora he solido quitarme siete años de edad sin levantar mucha sospecha (aunque los amigos han empezado a recomendarme que sólo me reste cinco) pero aún así he venido teniendo graves problemas para quedar a cenar con una chica pija.

No se trata de que esas chicas pijas de Murcia no quieran tener una cita conmigo, al menos alguna de ellas. Se ha considerado generalmente que yo tenía un vago atractivo físico. No del tipo “tuvo que ser guapo en sus tiempos” sino de la modalidad contraria: “está mejor ahora que cuando tenía veinte”. Se puede decir sin mucha exageración que estoy mejor ahora que cuando tenía veinte. Lo cual tampoco es decir mucho, pero al menos ha servido para escuchar eso tan consolador, y tan falso, de “las mujeres envejecen y los hombres maduran”. Créanme: aunque parezca imposible, los hombres también envejecen. A mí eso de que los hombres no envejecen siempre me ha sonado como aquello que suelen decir los enfermos graves, cuando les preguntan por su salud: “mejorcica”. Siempre “mejorcica”. Mejorando, mejorando hasta que se mueren.

Mis problemas para poder cenar con chicas pijas murcianas, en fin, no se ha debido a que no tuviese cierto éxito inicial por lo menos entre las bellezas del montón, sino a otro motivo muy diferente. He encontrado que a demasiadas de ellas no les gustaba en realidad comer. No les interesaba comer. Y para mí el acto masculino de comer en serio, sin piedad y sin tomar prisioneros, es irrenunciable. No estoy dispuesto a transigir con ello, a amoldarme a los gustos de la niña bien para llegar sin inconvenientes a la cama.

-Me gustaría invitarte a cenar.
-Vale. Vamos a un sitio genial del que me han hablado.

El sitio genial para la mayoría de las chicas pijas de Murcia suele tratarse de alguna franquicia donde mirar y ser miradas o un “gastro” con apariencia de bar de copas y servicio poco profesional donde recalentaban alguna lata. En cualquier caso, ningún lugar donde se tomara nada apreciable. He observado que esa clase de mujeres era feliz haciendo como que comía y tomando infusiones de poleo-menta con cuchillo y tenedor.

-Allí hay una decoración y un ambiente que me encanta. Te crees que estás en una discoteca. En Murcia no se habla de otra cosa.
-¿Es ese sitio de las hamburguesas de falsa carne hecha con soja ecológica prensada y alguna otra materia orgánica desconocida?
-¡Sí! ¿A que es genial?
-Es bastante asombroso, efectivamente.

Temo proponer a la chica un auténtico restaurante. Tengo experiencias desagradables al respecto. Desde la que responde, con cierta cara de asco, que si es que sólo pretendo hincharme mientras ella mira a la que, sin más, lo llamaba machista o, peor, paternalista. “¿Es que las mujeres no estamos suficientemente preparadas para elegir el mejor sitio para tomar algo o qué? Eres un paternalista”. ¿Dónde habrían oído aquellas chicas eso de «paternalista»? ¿En alguna asamblea de barrio?

Desde luego, hay un pequeño porcentaje de mujeres a las que les encanta comer tanto como a mí, que disfrutan realmente con ello. Las que pueden pasarse horas a la mesa, entienden de restaurantes e incluso que poseen esa mítica “pierna hueca” que les permite beber todo el alcohol del mundo sin que éste se reparta por el cuerpo, y por tanto, sin verse afectada mientras yo quedo muy perjudicado. Da gusto encontrarse con mujeres así. Pero son muy pocas, al menos entre las que pertenecen a éste supuesto círculo social. Lo normal es que me desprecien cuando sugiero ir a cenar de verdad. Incluso las más maleducadas me humillan pellizcándole la zona de los riñones, para indicar un ligero, o tal vez ya no tan ligero, sobrepeso.

Una vez quedé a lo que se suponía que era cenar con una chica que se decía «sensible con el planeta». Esa enorme hipersensibilidad le había creado un grave conflicto respecto al acto de violencia cósmica que sin duda supone comerse a otros seres. Supongo que era una maniática de la limpieza por otras vías. No se trataba de ninguna anoréxica. Simplemente su odio a comer se debía a motivos políticos y esotéricos. Era del tipo de chica que lamenta que las cabras chupen y desgasten una montaña de sal fósil, porque su maestro de reiki (o su gurú de mineraloterapia, o de lo que sea) le ha contado que los minerales también sufren. Noté su indignación ya al pedir la ensalada.

-¿Vas a devorar una lechuga, tan tranquilo?
-Ejem, Sí. Intentaré que no se escuchen los gritos del pobre ser vivo -dije con cierta ironía, porque naturalmente ya había abandonado cualquier expectativa respecto a ella-.
-Qué asco me estás dando. Qué egoísmo, sin pensar en el planeta que estamos dejando. Sólo te preocupa tragar. Los hombres siempre pensando en lo único.

Así que hace tiempo que he decidido que no puedo contar con posibles conquistas para según qué cosas. No podía contar no sólo en el terreno vedado de costumbre, las conversaciones de hombres, las reuniones de camaradas, sino tampoco para compartir con ellas, con chicas sólo preocupadas por la imagen, auténticas cenas. Cenas donde se coma algo medio considerable y normal, sólo con amigotes, toda la noche si hace falta. Podré comportarme como un cerdo con absoluto relajo. Aunque confieso que no renuncio a que se produzca el milagro de encontrar a una chica divertida y de buen ver que se coma un chuletón con patatas fritas, media docena de pimientos de padrón y una botella de tinto sin inmutarse. ¡Eso sí sería una buena cita!


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José Antonio Martínez-Abarca

 

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