Entrevista al escritor José Luis Martínez Valero
MÁGICAS PALABRAS. Por Consuelo Mengual.
Dialogar con el profesor y escritor José Luis Martínez Valero implica entrar en la historia de la literatura y de los autores clásicos con una hondura tal que refleja cuánta verdad había ya en el pensamiento del hombre, que a lo largo de los siglos ha ido perdurando y que, por tanto, no somos muy distintos de nuestros antepasados, a pesar de los muchos avances tecnológicos que nos ayudan en nuestra vida diaria. De ahí que la vuelta al mundo clásico sea una de las propuestas que en esta sección siempre planteamos como reconocimiento de nuestro propia esencia humana y que nos sirve de enlace con los grandes interrogantes de la vida de los que habla la literatura. La novela “Daniel en Auderghem”, narrada a modo de diario o memorias de un niño de seis años durante su primer año de estancia en ese municipio de la Región de Bruselas-Capital, donde sus experiencias se convierten en una forma de aprendizaje y reflexión sobre la educación y el mundo de los adultos, nos invita a recuperar la olvidada figura de Plutarco y su tratado “Sobre la educación de los hijos”, recopilado en el siglo XII bajo el título “Moralia (Obras morales y de costumbres)”, como autor de referencia en la importante tarea de la formación del hombre.
¿Qué le ha llevado a contar la historia de este niño?
La escritura tiene una función terapéutica. El protagonista, Daniel, es mi nieto, que vive en una comuna de Bruselas y que va descubriendo desde su mirada la importancia de la cotidianidad de su vida diaria. Tal vez haya algo de autobiográfico desde la interpretación de los hechos que realizo, si bien el contexto es inventado. Esta historia es un homenaje a un patrimonio infantil que se pierde. Los abuelos guardan la memoria y sentí la necesidad de escribir sobre lo difícil que es entrar en el misterio de los niños. Al igual que Plutarco, también podemos hacer una lectura de “Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez, como un tratado de educación. Me gusta reflexionar sobre la importancia de la disponibilidad, el poder estar abierto al conocimiento desde todas las perspectivas, como la base fundamental de la educación.
Subyace la idea de la relatividad de las cosas y que los niños no llegan a interpretar todo lo que los mayores hacen.
El que todo sea relativo es un criterio moderno, del Renacimiento, pues el dogmatismo o juicio absoluto no debe ser. Todos los alumnos tienen un futuro, pero, a veces, la misma estructura social lo cierra. Hoy los padres se han implicado excesivamente y la realidad es que el alumno tiene que salvarse a sí mismo. El niño intuye los secretos de los padres, pero es mucho más tarde cuando toma conciencia clara de la vida. Vivimos una sola vida pero tardamos muchas en contarla. Mis maestros, todos ellos republicanos y expedientados, fueron un gran referente en mi historia de formación humana. Pensamos que los niños son siempre felices, pero no es así. La prisa que tenemos no la comprenden.
“He observado que esta sociedad no es original y reserva las mismas calamidades a todos”
Es mi contemplación adulta. Vivimos acompañados en sociedad y ahí es dónde están las dificultades. En la soledad todo tiene su lógica pero se rompe al salir a la calle. Hay que sobrevivir por lo que o conectas o eres un desplazado. Habría que cuestionar lo que es realmente la compañía. Parafraseando a Croce, latoso es aquel que nos quita la soledad pero no nos da la compañía. Víctor Hugo supo ver muy bien esta sociedad desde la realidad interior en su gran obra “Los miserables”, que puede ser leída igualmente como un ensayo sobre educación.
Resulta muy humana la comparación entre Daniel y su hermano pequeño Jorge desde la capacidad persuasiva de la palabra.
La relación entre los hermanos diferentes es algo que todos hemos vivido. Daniel es silencioso, introvertido, y Jorge es sociable, destaca con las chicas y en los juegos. Jorge ha descubierto que se puede convencer con la palabra para no estar desubicado, con la nueva lengua en la que ahora tiene que comunicarse. Para posicionarse la palabra es fundamental. Y esto tiene que ver mucho con la identidad y con la importancia del peso del conocimiento de una lengua. Antes los estudiantes viajábamos y aprendíamos la lengua del país una vez nos establecíamos allí, con todas las dificultades de comunicación y acercamiento al extranjero que eso suponía; ahora los jóvenes viajan y se desplazan con el idioma aprendido previamente. Es otra predisposición.
¿Por qué debemos contar cuentos a los niños?
Los cuentos conservan nuestra verdadera historia y el misterio de los cuentos está en las palabras. Es una constante. Algo no es, si no lo cuentas. Si no lo escribes, si no fijas, se evapora. Mi hermano escribía cartas que nunca enviaba. A mí las cartas me distanciaban de la gente. Como María Zambrano decía, lo que se escribe es aquello que no puede decirse. Te centras en la búsqueda más profunda. Contar es recordar. Escribir inunda de claridad lo que antes era un suceso oscuro. La vida, como esa continua lucha entre el caos y el orden, implica toda una información que hay que ordenar. Porque tenemos mucha información, pero no sabemos opinar. Y el libro es el encuentro.
¿Hablamos los españoles en octosílabos?
Así es, acostumbramos a emitir un grupo fónico de ocho sílabas entre cada respiración. Como digo en la novela, con este verso se han hecho los romances que ha dado origen a nuestra mejor poesía. Hoy día, la publicidad y la política tiende a emplear octosílabos, pues los lemas más cortos son los más eficaces. El propio comienzo del Quijote es un romance.
¿Cómo son las relaciones entre los adultos?
Como dice Daniel, son confusas, interpretan según su conveniencia. El niño tiene la mente más libre, más amplia. Pero a medida que crecemos nos reducimos. Somos cúmulos de esperanza congelada. Es el comienzo del silencio que nos conduce a ser adulto. Callamos porque no nos creen. Nos vamos cerrando y se convierte en costumbre.
Finalizamos nuestra conversación en la Biblioteca Inglesa bajo las claves del pensamiento de Plutarco, que, de algún modo, están también en su novela, pues, como decía el historiador griego, la diferencia de los hombres reside en la educación, en optar por el cuidado de uno mismo para mejorar. Es importante que el niño ame la verdad y quiera la belleza, como virtud que humaniza la vida, para llegar a ser un hombre libre. Y libre es el hombre que tiene dominio de las pasiones mediante la razón, la prudencia, la capacidad de escucha, la curiosidad y el sentimiento de admiración y respeto, guiado por los padres y los maestros, figuras éstas destacadas por Martínez Valero en su obra como verdaderos artífices implicados en la educación, porque “hay que sembrar, abrir expectativas, que las palabras suenen. Se puede explicar todo, pero no examinar de todo”.