Mesa camilla, por Paco López Mengual
El temor al Tío Saín estuvo muy presente durante los años de mi infancia. A veces, mis padres me advertían que el siniestro hombre acababa de ser visto por los alrededores de la ciudad. Aquella simple información lograba que ya no saliera a la calle a jugar sin compañía en las solitarias horas de la siesta, o que regresase pronto a casa, nada más comenzar a anochecer.
El Tío Saín era un anciano extraño, que vivía solo, en una apartada casa a las afueras, vestía con ropas andrajosas y se cubría la cabeza con un sombrero de badana, muy grasiento. Quienes le habían visto la cara aseguraban que tenía una mirada espantosa, unas cejas muy pobladas y su pelo, aunque despeinado y ya casi blanco, aún mantenía algunas greñas pelirrojas, del color que tuvo en su juventud. Una persona solitaria, sin amigos. Se le solía ver a la hora de la siesta, por lugares apartados y poco transitados, a los que había llegado a través de atajos, y siempre portando un saco a la espalda. Había quien, con sólo sentir el rumor del viento o el aullido nervioso de los perros, parecía advertir que el Tío Saín merodeaba cerca. “Debe andar por este barrio. Es mejor –nos prevenían – que a estas horas no os quedéis sentados solos en el portal, ni salgáis sin la compañía de un grupo de amigos”.
A este ser no se le conocía oficio alguno. Se oía decir que se dedicaba a vender, por las calles de otros pueblos, tarros con grasa para lubricar cadenas y motores. Pero este supuesto oficio acrecentaba aún más el temor de los vecinos hacia él, porque había quien aseguraba que la grasa que vendía era en realidad manteca de origen humano, extraída de los niños a los que secuestraba para luego asesinarlos y deshacerse de sus cuerpos arrojándolos a un aljibe.
Por aquellos años, era cierto que llegaban noticias de la desaparición de niños por la comarca, aunque a menudo se justificaba diciendo que seguro habían marchado a Barcelona con algún pariente, en busca de una vida mejor.
Sin embargo, para mucha gente, cualquier hombre mayor, mal vestido y que portara un saco, se convertía en sospechoso de ser el Tío Saín. En una ocasión, una señora alarmada por el bulto que acarreaba un hombre con esas características llamó a un guardia municipal, que hizo abrir el zurrón y obligarle a mostrar el sospechoso contenido: quedaron contrariados al descubrir el cadáver de un perro grande al que, según él, llevaba a enterrar.
En Lorca, un anciano extranjero, mal vestido y de pelo rojizo, fue señalado por un grupo de vecinos como el Tío Saín, y acusado de secuestrar niños solitarios para asesinarlos y extraerles las entrañas. Tras ser perseguido por las calles del pueblo, la multitud le dio alcance y, solo la presencia de la Guardia Civil evitó su linchamiento.
Ahora, con el paso del tiempo, soy consciente de que la figura del Tío Saín era un invento de los padres con el que infundían temor a sus hijos para, así, poder dormir a pata suelta las siestas en verano sin que los niños se moviesen de la casa.