EL OLVIDO QUE TODO DESTRUYE

CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez-abarca.
Me pregunto cuánto tiempo es necesario para olvidar a alguien al que hemos amado de verdad. Mi musa, muy activa últimamente (la «no vida» durante la pandemia está resucitando a los espíritus, se ve que ya no hay espacio en el Infierno y los muertos caminan sobre la tierra) me susurra al oído: «Si olvidas de verdad a una persona, nunca te acordaste de ella».

Pero aquí estamos para ser fríamente científicos, sin dejarnos impresionar por la lírica tan bonita de la musa. ¿Cuánto tiempo real se necesita para olvidar a alguien muy querido? Lo que es evidente es que el cantautor Sabina no anduvo muy científico cuando cifró en aquello de «tanto la quería, que tardé en olvidarla/ diecinueve días y quinientas noches». Se dejó llevar por la musicalidad de las sílabas, por el whisky o por las putas de pago, de las que tanto ha hablado. Quinientas noches es una mierda, casi nada, a la hora de olvidar a alguien amado; en los diecinueve días ni entramos a discutir. Para esa chorrada que ni me molesten durante diecinueve días. Digamos, para abreviar, que Sabina no hablaba de amor sino de enganche sexual, por mucho que cantara sobre el cajón sin la ropa de ella, de que lo habían tirado como unos zapatos viejos, etcétera.

En los cuentos infantiles tradicionales no es raro que el olvido no llegue nunca. Se considera normal que una persona bese a otra, yacente por un hechizo durante cien años, y entonces ésta despierte como si nada hubiese ocurrido, con los recuerdos y el amor intactos. De alguna manera, el romanticismo considera que hace falta una eternidad menos un día para olvidar a alguien a quien se quiso de verdad. Luego ha llegado la moderna neurociencia con las rebajas. Han hablado de sólo seis meses, sobre todo en los prácticos psiquíatras norteamericanos judíos, a los que pagan porque la gente sonría y se ponga dentro de su sitio en la rueda del capitalismo cuanto antes. Han especulado con que «lo normal» (qué siniestro mundo, que «normaliza» todo) un año, o dos. Incluso han hablado de que el amor pasional se acaba antes que el desamor. Si los intelectuales fueron los culpables del inmenso derramamiento de sangre del siglo XX, en el XXI los causantes de la inconmensurable desdicha de la gente serán los llamados «paneles de expertos».


EL ROMANTICISMO CONSIDERA QUE HACE FALTA UNA ETERNIDAD MENOS UN DÍA PARA OLVIDAR A ALGUIEN A QUIEN SE QUISO DE VERDAD. LUEGO HA LLEGADO LA MODERNA NEUROCIENCIA CON LAS REBAJAS


Debo confesar que mi primer gran desamor tardó en desaparecer cinco años tras el abandono. Cinco años en el estricto Infierno: no fue, podemos decir, un paquete todo incluido de vacaciones en un paraje exótico. Esa es la buena noticia. Que el fantasma de ella tardó cinco años en evaporarse y de repente, sin un proceso gradual previo, desapareció. No quedaba ni rastro, de manera inexplicable (supongo que tan inexplicable como lo fue su presencia constante durante cinco inacabables años). La mala noticia es que, al cabo de muchos años, el fantasma regresó, aunque fuese durante el sueño. Mi segundo gran desamor sólo tardó cuatro en dejar de aterrorizar mis vigilias. Íbamos mejorando. El tercero tal vez sólo dure tres. Casi nos acercamos ya a cifras norteamericanas, las de esos pavos de dientes perfectos que exigen que te dejes de melancolías poco rentables y regreses a la carrera de ratas.

Pero ahora viene la segunda parte: cuando uno cree que ha salido definitivamente de un asunto emocional extremadamente penoso, en el cual se pasa por las tres fases en que agonizamos, morimos y resucitamos, se da cuenta de que basta cualquier cosa para revivirlo. Una fabada que provoca una noche intranquila, una canción que se creía olvidada, una película que tratamos de no volver a ver jamás, pero que un día, al pasar… No se habían ido los fantasmas. Sólo estaban callados. Naturalmente que creo que el tiempo, el suficiente tiempo, todo lo cura. El problema es que harían falta muchas vidas humanas para ello, y la esperanza de vida de la especie sigue siendo cortísima; de una brevedad insultante. Los bivalvos han tenido más suerte: hay almejas que aún viven (la misma almeja) desde la época de los dinosaurios…


José A. Martínez-Abarca.

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