EL MOTERO

HISTORIAS DE UN SOLTERO. Por José Antonio Martínez-Abarca.

Una vez, no hace muchos años, una chica sintió una cierta fascinación hacia mí. Fascinación en su sentido estricto de ilusionismo, no de amor. «Me encantas, con ese aspecto duro de motero que tienes». Yo en mi vida he tenido una moto. Es más, jamás he llevado una moto. Aun más: no sé qué cosa exactamente pueda ser una moto. Sólo tuve una primera bicicleta BH de color rosado (color pantera rosa) allá en mi infancia, un regalo que yo no había pedido y que usé en muy escasas ocasiones, para consternación de mis padres. No por el color rosado, sino por ser bicicleta y desplazarse en el espacio más o menos rápidamente. Aquella bici se volvió blanquecina andando los años de tanto permanecer al sol, aguardándome sin esperanza.

Si por mí hubiese sido, aún no se habría inventado la rueda y viviríamos como en las civilizaciones precolombinas. He tenido siempre un cierto reparo, no ya a la adrenalina y la velocidad, sino al movimiento. Estoy bastante de acuerdo con aquello que dijo el filósofo de que los problemas de la humanidad vienen de no saber quedarse uno tranquilo en su habitación. Sin moto. Aquella chica, y hasta el momento desconozco el motivo, me veía como un cruce entre el Steve McQueen de «The great scape» y, digamos, aquellos tipos bigotudos enfundados en cuero del bar «la ostra azul» en «Loca academia de policía». Confío en que más de lo primero que de lo segundo.


SI POR MÍ HUBIESE SIDO, AÚN NO SE HABRÍA INVENTADO LA RUEDA Y VIVIRÍAMOS COMO EN LAS CIVILIZACIONES PRECOLOMBINAS


Me la encontraba en todos los sitios, casualmente, con solo salir a la calle. Daba siempre un saltito y se me ponía delante. Sin que sirva de precedente, yo a aquella chica no le había mentido en nada. Ella no atendía a mis avergonzados descargos acerca de que había un equívoco, que yo no era ni había sido nunca ningún duro motero, y que de hecho era lo más alejado de un motero (y de un duro) que podía existir en la faz de la tierra. Qué importaban mis vanas explicaciones si ella lo tenía bien claro en su cabeza. Me veía como un motero solitario y un poco triste que llevaba en secreto lo de devorar inacabables lontananzas en la carretera, y se acabó. Había fuego prendido de gasolina en sus ojos, fuego que afortunadamente pude sortear porque todo aquello era, como poco, extravagante. Hasta el día en que se dio cuenta, con gran decepción por su parte, de que en efecto yo no pegaba nada con esa película de moteros de serie B que se había montado en su imaginación. Como quien se escandaliza de repente de que en un club de fumadores al final se fume. «Has cambiado», me dijo con algo de dolor y también de desprecio. No volvió a dar un saltito desde ninguna esquina, para hacerse la encontradiza conmigo. No he vuelto a verla.

-Ya no me pareces un motero.

-Te lo dije. De motero, nada.

-No eres el mismo que yo conocí. Nunca lo hubiese esperado.

Lo de «has cambiado» cuando no te has movido del sitio ni un milímetro es todo un clásico de los desencantos. Contra lo que se pudiese pensar, este tipo de sorprendentes equívocos me han ocurrido bastante en la vida. He gustado a algunas mujeres no por ser yo, sino por el arquetipo abstracto que les sugería, totalmente erróneo, por otro lado. Por ser yo, el yo real y sin tapujos que me he esforzado en transmitir, hasta resultar desagradable, no he gustado, creo, a nadie. Por ser otros que no era y por los que yo juro que no me he hecho pasar nunca, he roto involuntariamente algún corazón. Quiero decir: yo no he roto ese corazón, lo ha roto la revelación de ausencia del arquetipo deseable que esas chica habían encarnado en mí. Probablemente los hombres hagamos lo mismo, sin advertirlo. Que nos guste una mujer no por lo que ella nos cuenta sobre sí misma, sino por la película, ajena completamente a ese ser concreto, que llevamos en la cabeza. Por lo que proyectamos sobre esa persona, en vez de por lo que esa persona proyecta sobre nosotros.


LO DE «HAS CAMBIADO» CUANDO NO TE HAS MOVIDO DEL SITIO NI UN MILÍMETRO ES TODO UN CLÁSICO DE LOS DESENCANTOS


-Venga, me estás engañando, que sé que tú debes de ser motero, se te nota un montón. Esa cara de duro que pones cuando estás en tu mundo…

-De verdad que no, que yo soy otra persona. No sé de dónde te sacas todo eso.

-Qué modestos que sois los moteros.

En mí han visto cosas inverosímiles e inexplicables si nos atenemos a mi ser verdadero. A mí me han visto motero, duro, seguro de sí mismo, inteligente, guapo… Creo que hasta una vez me vieron alto, rubio y con los ojos azules. Me han visto bajo la luz de todos los encantamientos posibles, y el despertar ha sido invariablemente amargo. Y esas chicas, entonces, la han pagado conmigo, no con «el otro» que nunca existió. Naturalmente, el encantamiento en esas mujeres no fue provocado por mi presunta «vis» atractiva, por un supuesto «charme», por mi dudosa aura, sino porque ellas estaban viviendo un largometraje en el que yo era un mero personaje invitado, hasta que se encendían las luces de la sala o hasta que el personaje desaparecía de su guión. Supongo que esto le ha pasado a todo el mundo, en todas partes. O no. En cualquier caso, alguna vez, por delicadeza, me hubiese gustado llegar a ser algo de lo que los demás han creído que yo era. Aunque fuese motero.


José A. Martínez-Abarca

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