EL MAR SAHARIANO I

CARTAS DESDE TOMBUCTÚ. Por Antonio V. Frey.

Querida Elena,

Ahora que se acercan los plácidos días del estío en que corréis a disfrutar de los placeres de nuestras playas, quiero aprovechar para contarte sobre lo que las  propias del Sahara son capaces de ofrecer cuando el cuerpo del agotado explorador aún tiene fuerzas para sumergirse en las frías aguas atlánticas.

Verás, cuenta la costa sahariana con unos 1.500 kilómetros de costa, si la divisamos desde los abruptos acantilados de Sidi Ifni, en el Norte, hasta la capital de Mauritania, Nuakchot; una cifra nada despreciable donde podrás encontrarte desde playas de fina arena, que se confunden con el mismísimo desierto que viene a morir al océano, hasta abruptos y pedregosos acantilados entre los que, en ocasiones, se atisba un pequeño poblado de pescadores. Estos hombres de mar, antaño muy despreciados por los beduinos, según me cuentan descienden de los míticos Bafur; la tribu melanoderma, que no negroide, originaria de este rincón del mundo, que fue reducida por los bereberes allá en el siglo X. Si la hospitalidad del beduino es proverbial, más aún debe añadirse a la de estas humildes gentes, que te abren sus destartaladas casitas y te alimentan con la fresca pesca del día. A veces los puedes ver con sus cayucos no muy lejos de la costa, contra viento y marea, y otras  sus mujeres pescando con caña desde un alto acantilado: el mar es para ellos su fuente de sustento y de negocio, pues también venden el fruto de su trabajo a los habitantes del interior cuando estos están saciados de carne. Así es desde hace mil años.

Los estuarios de esta costa son los paisajes más bellos e impresionantes que puedas encontrar. Son, precisamente, donde desierto y océano confluyen para hacer auténticos paraísos para la fauna autóctona o la migratoria, pero, también, para el aventurero que se lanza con su tabla, su vela o su parapente para cabalgar olas. O para quien busca la tranquilidad de un baño en absoluta soledad: sólo agua, desierto y las voces del alma, a veces acompañadas por suaves alisios atlánticos y del sonido de las olitas y las aves pescadoras. Imagínate qué hermosos son estos lugares que nuestros antepasados castellanos, allá en época de los Reyes Católicos, mientras completaban la conquista de Canarias, levantaron una torre, Santa Cruz de la Mar Pequeña, como bastión para proteger las islas, hacerse ver ante los amenazantes portugueses y comerciar con los beduinos. Los restos de esa torre aún perduran en la bellísima laguna Nayla, cerca de Tarfaya, la antigua Villa Bens, que junto a las desembocaduras del Chbika, el Ma Fatma y el Draa un poco más al norte configuran espacios dignos de visitar. Queda un poco más al sur, la bahía de Dajla, la antigua Villa Cisneros, que es muy amplia y pintoresca.

Si la hospitalidad del beduino es proverbial, más aún debe añadirse a la de estas humildes gentes

La siempre fresca costa sahariana tiene, como ya te he dejado entrever, su propia historia casi siempre ligada a los avatares del interior. Quizá Santa Cruz de la Mar Pequeña, de la que te hablaré en otra ocasión, sea la excepción. Y quizá también las historias de los capitanes de submarinos alemanes, que empleaban lo que ellos llamaban der Saharakorridor, que les permitía acelerar su travesía en superficie hacia el Norte, una vez que habían realizado sus misiones en el Atlántico sur, mientras disfrutaban del sosiego que transmite la monotonía de la costa del desierto.

De los belicosos alemanes y sus intrépidas aventuras, mi querida Elena, hay una historia que cuentan ufanos los propios beduinos, y que dejaré para mi próxima carta, pues aúna espionaje, tráfico de armas, revueltas beduinas, enloquecidos legionarios franceses y un cargamento de oro del Reichbank, uno de cuyos lingotes tuve la suerte de tener en mis manos… fugazmente.

Antonio V. Frey Sánchez

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