MESA DE CAMILLA. Por Paco López Mengual.
Uno de los más grandes eruditos que ha dado la ciudad de Murcia fue don José Pío Tejera, escritor, director de la Biblioteca Regional y, según se decía, descendiente del Cardenal Belluga.
En la Murcia de finales del XIX florecían por doquier tertulias culturales, que rivalizaban entre sí y a las que asistía lo más granado de las letras locales. Pío Tejera acudía cada viernes a una organizada cerca de Santo Domingo, a la que también asistían los poetas Sánchez Madrigal y Ricardo Gil, el periodista Martínez Tornel y el futuro ministro García Alix. Allí, el bibliotecario, solía narrar a sus contertulios una extraña historia sucedida un siglo antes en un convento del barrio de Santa Eulalia y que, más tarde, él mismo escribiría en verso.
PÍO TEJERA ACUDÍA CADA VIERNES A UNA ORGANIZADA CERCA DE SANTO DOMINGO, A LA QUE TAMBIÉN ASISTÍAN LOS POETAS SÁNCHEZ MADRIGAL Y RICARDO GIL, EL PERIODISTA MARTÍNEZ TORNEL Y EL FUTURO MINISTRO GARCÍA ALIX
Contaba que, de todas las iglesias de Murcia, la que más fieles congregaba por aquel tiempo era la de los Padres Filipenses. Allí, cada domingo, el fraile Soler Estrada reunía a una multitud ansiosa por asistir a su misa. Desde primeras horas de la mañana, los feligreses se agolpaban a las puertas del convento para no perder detalle de los prodigios que allí sucedieran. Por ejemplo, había días en los que el padre Soler entraba en trance y paseaba por el templo llevando entre sus brazos al Niño Jesús; o, tendido en el suelo, besaba los pies descalzos de la Virgen María. En otras ocasiones, la gente lo veía levitar dos palmos detrás del Altar Mayor. O le escuchaban mantener conversaciones en público con las imágenes de los santos allí expuestos.
Los lunes, no se comentaba otra cosa por la ciudad que los milagros ocurridos durante la misa oficiada por Estrada, quien ya olía a santidad.
Pero una noche, a pesar de su buena salud, la muerte acudió a buscarle. La dolencia era tan grave que el médico no le dio esperanzas de vivir más allá de unas horas. Fue entonces cuando el padre Soler suplicó al resto de hermanos que rodeasen su lecho de muerte para realizar una confesión pública. “¡Soy un miserable!”, comenzó diciendo, para seguir confesando que sus supuestos milagros no eran más que triquiñuelas y trucos de magia para engañar al vulgo y conquistar su fervor. “Soy un monstruo que ha vendido a Cristo para aliarse con el diablo”, fueron las últimas palabras que pronunció antes de expirar. Al día siguiente, toda Murcia conocía indignada el engaño. Los mismos fieles que un día lo veneraron, clamaban ahora ante el Santo Oficio que su hoguera purificadora vengara el daño producido por aquel que había muerto tras entregar su alma al demonio.
Pero a raíz de su muerte, de la celda que ocupara el fraile Soler, comenzaron a emanar extraños ruidos y estremecedoras voces. Se decía que era el espíritu del condenado que vagaba por allí cada noche, arrastrando sus cadenas por el suelo. Pronto, asustados por los sonidos, los padres filipenses abandonaron aquel ala del convento y echaron doble cerrojo a la estancia, donde quedó el camastro del pecador, una silla volcada, un ventanuco abierto y una sotana raída. Durante décadas nadie osó penetrar en el cuarto.
SE DECÍA QUE ERA EL ESPÍRITU DEL CONDENADO QUE VAGABA POR ALLÍ CADA NOCHE, ARRASTRANDO SUS CADENAS POR EL SUELO
Treinta años después del suceso, llegó a Murcia un monje peregrino. Era ya noche cerrada, cuando golpeó las puertas del convento y, en nombre de Cristo, suplicó que le dieran posada. Le aseguraron que estaba todo cubierto y que la única cama libre que quedaba estaba en el interior de un aposento endemoniado, clausurado tiempo atrás y en el que nunca había dormido nadie. A pesar de que le contaron la historia del padre Soler y el arrastre de cadenas, pidió que le abrieran la celda. Nunca había creído en fantasmas.
Entró en el aposento portando una palmatoria. Levantó la silla volcada y, sólo había hecho cerrar la puerta, cuando sintió un soplido a su espalda que apagó la vela. Se volvió y palpó a oscuras en el aire, pero allí no había nadie. “¿Será cierto lo del condenado Soler?”, se estaba preguntando cuando escuchó un brusco movimiento a su lado y recibió una fuerte bofetada en el rostro, que casi lo lanza de espaldas al suelo. “¿Quién anda ahí?”, gritó; y otro fuerte golpe en la cara fue la única contestación que recibió.
Como pudo, agachado en un rincón, el monje consiguió encender la palmatoria y lo que descubrió no fue un fantasma, sino un enorme mochuelo, con unas descomunales alas, apoyado en el ventanuco.