CARTAS DESDE TOMBUCTÚ. Por Antonio V. Frey Sánchez
Querida Elena:
Paisajes, costumbres y ritos del desierto no son nada cuando descubres la cercana humanidad de los saharianos, que se acrecienta cuando te admiten en su círculo de confianza y te ungen con el marchamo tribal. Entonces ya eres uno de ellos, y pueden compartir contigo reflexiones personales hasta entonces impensables. Es la hospitalidad final, no la cortesía coyuntural.
Pasamos unos días en Smara, tercera ciudad en importancia de nuestra antigua provincia de Sahara, hoy parte de Marruecos. Es una ciudad pequeña, pero bulliciosa y moderna. Es la última antes de internarse en el desierto. Aprovechamos la estadía para descansar, hacer gestiones y socializar. También, siempre que tengo ocasión, me sumerjo en el bullicio más auténtico de una ciudad magrebí: el que ofrece su zoco. Siempre me ha resultado pintoresco el contraste entre la soledad del desierto y la abigarrada concurrencia de los zocos de las ciudades. Me acompaña Fadel, compañero de viajes y destacado miembro de los Ulad Musa; el más noble clan de la igualmente preeminente tribu de los Ergueibat. Fadel roza los cuarenta. Es de facciones nobles. Su educación y elegancia se corresponden con su bonhomía. Es ingeniero. Habla un inglés muy fluido. Gracias a esa lengua franca, nos entendemos a la perfección.
Mientras paseamos no deja de fascinarme semejante trasiego. Fadel me dice que en el zoco se puede comprar todo lo que uno quiera. Hay un orden dentro del desorden, y los expositores se alternan con tiendas e, incluso, pequeñas galerías especializadas en productos: electrodomésticos, ropa, alimentos, joyas, teléfonos móviles, etc. En ropa, por ejemplo, hay toda una rica variedad: de marca, vestidos tradicionales, maletas, zapatos, bambas… China también abastece a estos pequeños mercados. El Gran Dragón nos ha hermanado tanto en la tecnología como en el barreño de plástico. Hombres y mujeres pasean y charlan, y, mientras compran, unos chiquillos corretean jugando entre los puestos.
Anochece en el zoco. Se produce la última llamada a la oración. Unos se retiran al fondo de su tienda para orar sobre un pequeño tapiz, otros se dirigen a una cercana mezquita, y algunos siguen pululando como si nada. Ese momento tan especial me permite retomar, mientras paseamos, una conversación sobre nuestras respectivas religiones con mi amigo y compañero de tantos kilómetros. Hace muchos días iniciamos tímidamente un fructífero diálogo sobre lo que nos unía como hijos del patriarca Abraham. Esto ocurrió cuando cayó de mi bolsillo un rosario que siempre llevo conmigo. Rápidamente recogido del suelo por Mohamed, el conductor del todoterreno, lo frotó contra su rasurada cabeza, indicándome con una sonrisa que así imploraba la baraka del bendito Isa, que es como ellos llaman a Jesucristo. A cambio me regaló su misbaha; el rosario de 99 cuentas musulmán con el que rezan igual número de hermosas letanías que honran a Dios. La conversación se alarga porque disfrutamos de su tono. Fadel, que es un hombre religioso, mantiene el talante respetuoso del buen anfitrión. Evitamos polemizar, que sería lo fácil, y continuamos cultivando la riqueza espiritual que tal intercambio de pareceres nos revela respecto a la unidad del mensaje divino y el alcance de su amplitud, ya sea a través del Islam o el Cristianismo. Somos hijos de un solo Dios, concluimos. Malditos sean quienes nos dividen o enfrentan, porque sólo sirven al Mal.
De regreso al hotel reflexiono sobre tan especial momento. Te hubiera gustado escucharnos. El diálogo ha sido muy gratificante, especialmente, querida amiga, porque en esta era materialista la mente se expande con la discusión de los hechos y detalles que apoyan racionalmente la existencia del Creador, y, por tanto, la hermandad de nosotros, sus hijos.
Antonio