Aquellos murales malditos

Contra casi todo. José Antonio Martínez-Abarca.

Pepe Lucas. Foto: La Verdad.

Cuando era muy joven, inventé un neologismo que conoció cierta fortuna: «el pepeluquismo». El pepeluquismo era la intelectualidad de izquierdas, por entonces mayormente del PSOE (régimen que estaba por aquella época en el Gobierno), pero aplicada a provincias. Era la intelectualidad afrancesada, con su inflación mitterrandiana, que negaba que pudiese existir intelectualidad de derechas, a veces no sin razón.

El pepeluquismo, la versión a la española y además periférica del oh, la, la, podía integrar a muchos presuntos intelectuales y artistas de aquel tiempo… menos al propio Pepe Lucas, según supe al conocerlo en persona. Pepe Lucas, de Cieza, ciudad de muy hondas evocaciones para mí, era mucho más que todos los pepeluquistas juntos, tanto que hasta se rió de buena gracia de la palabreja, porque sabía que no estaba incluido en ella y además era muy generoso con los jóvenes y con la inteligencia. Así que yo me salvé por lo primero. Pepe Lucas era no precisamente un «finústico» provincial, un cursi de la modernez de segunda mano, sino una furia cósmica más grande que la vida, una fiera corrupia de sensibilidad y brutalidad, según se pusiera a una cosa u otra, muchas veces en la misma frase. Me recordaba a mi desaforado y graciosísimo y secretamente pensativo padre, que murió a la misma edad, setenta y siete, tras haber vivido ambos la intensidad equivalente a setenta veces setenta y siete.

Pepe Lucas era no precisamente un "finústico" provincial.

Cuando lo conocí hubo conexión personal inmediata. Siempre quise a este señor. Era un hombrón con melena entre exquisitamente decadentista del fin de siecle y quinqui de extrarradio de los 70. Tenía una adorable mala boca, pero muy fina. Cortaba con sus descripciones como hidrógeno líquido, y les daba además como una reverberación de la que no podías quitar el oído. «¿Estamos?», solía repetir. La muerte de Pepe Lucas ha sido inolvidable, con su punto de misterio preternatural. Hace muchos decenios que se decía, entre los “envidiadores” de Pepe, que los tuvo a cientos de miles, que su obra maestra eran los murales de azulejos de la estación de Chamartín, en Madrid, y a la vez eran murales malditos dado que el pintor los había hecho tan feos a propósito, para que los viajeros, sin entretenerse en su visión, bajaran corriendo las escaleras despavoridos y no perdieran nunca el tren. Todo paparruchas, excepto la posible maldición. En realidad, eran murales tal vez alimenticios, pero que establecían muy bien el estilo poderoso de Lucas, tal y como él era en persona. Era un artista de muy anchas espaldas, también en sentido pictórico y en cualquier sentido que podamos pensar. Pero hablábamos de sus misteriosos murales en la Estación de Chamartín.

La muerte de Pepe Lucas ha sido inolvidable, con su punto de misterio preternatural.

Ha sido siempre mi estación de referencia (Atocha está horrorosamente ordenada, la evito por no cabrearme) y nunca pensé que Pepe Lucas moriría por culpa de aquellos murales de los que se burlaron tantos. Como tienen gran valor artístico, pese a las risas, en la radical remodelación de la estación, que se está llevando a cabo en estos momentos, no se quiso que acabaran en escombros, como sí ocurrió con bastantes obras de arte adosadas a edificios. Pepe Lucas dirigía el traslado y conservación de los murales cuando cayó de un andamio. Y ahí empezó a terminarse su vida. Bajo sus murales, que decían malditos, con los que siempre pensé en él. Bajo cierto punto de vista, una gran muerte poética para un ser total que necesitaba la poesía como el agua clara.

José Antonio Martinez-Abarca.

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