LA CARA B. Por Antonio Rentero.
«En mis viajes he visto cosas que no creeríais. He oído (y olido) el crepitar de céntricos rascacielos de oficinas mientras ardían en mitad de la noche y no me dejaban acceder a mi hotel. Me he quedado tirada en un autobús sin rueda de repuesto entre Philadelphia y Nueva York. He tenido que atravesar una jungla en Yucatán y he visto elevarse la torre Eiffel en busca del firmamento, su efigie metálica humeando hasta convertirse en nube estratosférica.
Con la cantidad de hoteles que hay en Madrid tuve la buena ocurrencia de alojarme en uno cercano al edificio Windsor. La noche del 12 de febrero de 2005 no pude regresar con normalidad a mi habitación al estar toda la zona acordonada. El incendio que terminaría dejando arruinado el edificio obligó a acordonar la zona en un amplio perímetro. Permanecía a distancia pero aun así escuchaba a la perfección el crepitar de las llamas, el sonido de la estructura deshaciéndose y de la fachada desmoronándose. La diferencia con una tarde en el cine viendo “El coloso en llamas” es que ahora podía olerlo.
Cuando escucho la expresión “rodeado por el peligro” no puedo evitar recordar un viaje a Yucatán en que calculé mal los horarios de autobuses y las distancias en un mapa y me vi atravesando la jungla por un camino tan estrecho que apenas permitía el paso de un pequeño vehículo. Era como caminar por un pasillo flanqueado por un espeso muro vegetal. Solo cabía la opción de seguir caminando. Y a pesar del abrasador sol más valía no aventurarse fuera del camino buscando la sombra porque tras la gran vegetación todo lo que se ocultaba también era grande: lagartos, serpientes, mosquitos, arañas…
Finalmente tuve la suerte de que pasase por allí un amable camionero en cuya boca sobrevivía un solitario diente y me ahorró seguir caminando por aquel pasillo verde.
También fue entretenida aquella vez que desviaron a Philadelphia mi vuelo a Nueva York, debiendo hacer el trayecto entre ambas ciudades en un cochambroso autobús, de madrugada, sin haber descansado ni, comido, ni bebido. Y que reventase una rueda a medio trayecto, de madrugada, terminando en la cuneta. Para terminar de arreglarlo cuando la grúa vino (tras varias horas) no traía rueda de repuesto así que tuvo que regresar a Philadelphia a por ella. Y cuando casi dos días después de salir desde casa por fin llegamos a Manhattan, el conductor del autobús se negaba a dejarnos allí alegando que su obligación era llevarnos al aeropuerto JFK, nuestro destino original. Y allí terminamos, peleando por los pocos taxis disponibles.
Al menos cuando en Moscú el hotel donde tenía una habitación reservada decidió por su cuenta cancelarla (y no quedaba ninguna habitación disponible) era verano y no tuve que recorrer aquella ciudad de noche, entre la nieve, sin saber una palabra del idioma, buscando dónde alojarme.
El 23 de julio de 2003, mientras paseaba por Los Inválidos, llamó mi atención una densa nube de humo oscuro que surgía de la parte superior de la torre Eiffel. No estaba lejos de la fascinante estructura metálica, así que pude distinguir las escasas llamas de lo que más tarde supe que era un incendio en un repetidor de televisión instalado allí arriba. Lo que sí adquirió un gran tamaño fue el humo, que fue trepando sobre el fondo azul del cielo, alargando la silueta hacia arriba como si el metal no fuera suficiente para acoger toda la grandeza de ese monumento.
Puedes llegar a pensar que la torre Eiffel es bastante inútil, es una estructura que solo sirve para subirse en ella y mirar hacia lo lejos. Con el tiempo sirvió para ubicar antenas de radio, televisión, telefonía móvil y cobrar entrada a los millones de visitantes. Pero si con las décadas se ha transformado en uno de los decorados más caros del planeta, aquel día me permitió asistir a lo que a veces resulta de la tragedia o los accidentes: un bello espectáculo de los que solo suceden si tienes algo de mala suerte. ¿O fue buena suerte?
Soy ROSA MANRUBIA y aunque pocos lo saben soy una viajera superviviente.”