CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás
Como cada día, cruzó la calle que separaba su trabajo de la cercana cafetería en la que servían desayunos rápidos y a buen precio. Buscó un hueco donde poder sentarse y tomarse su café con leche en el concurrido local. Pilló con presteza una silla y esperó a que la camarera la mirase para llamar su atención. Descuidadamente ojeó las consumiciones de las mesas adyacentes y al levantar la mirada se encontró con unos ojos vivaces, a pesar de pertenecer a un señor mayor, que no dejaban de mirarla. Detuvo sus ojos en ellos y le sonrió tímidamente. Observó cómo crecía el torso de aquel hombre, cómo se recolocaba en la silla como si le hubieran insuflado de pronto una vitalidad perdida años atrás. Le calculó la edad, sesenta y cinco… setenta bien conservados. Mientras le servían el desayuno volvió a mirar en repetidas ocasiones, casi no podía apartar los ojos de él. Aquel hombre le devolvía la sonrisa y ella tuvo que contenerse las ganas de no ir y sentarse en su mesa.
Él no podía apartar sus ojos de aquel pibón de mujer. Y sentir su mirada sobre él le hacía abrigar expectativas que iban de su mente al resto de su cuerpo y regresaban de nuevo anticipándose como vísperas al propio gozo. No era precisamente la idea de ligar lo que se había puesto esa mañana junto con los calcetines y la camisa azul celeste, pero también era cierto que siempre había sido un hombre muy guapo y conservaba, con el paso del tiempo, un atractivo mayor otorgado por la lucidez de los años. Además, una cosa era pretender absurdamente conquistar a una jovenzuela y otra, responder a una flagrante llamada de la naturaleza.
El juego de miradas y sonrisas duró todo el tiempo que tardó en desaparecer la consumición. Nunca antes lo había visto, ni por la cafetería ni por la calle, con toda seguridad que estaría de paso y probablemente no volvería a verlo más.
Él pensó, animado y sostenido por aquella luz que leía en los ojos de la chica, en levantarse y preguntarle si podía invitarla a lo que estaba tomando.
Ella pensó en levantarse, caminar hasta él y pedirle que no se fuera, que le permitiera abrazarlo.
Así que ambos se levantaron casi impulsados por una desconocida fuerza y vinieron a encontrase en la mitad de la distancia que marcaban las dos mesas. Rieron. Entonces él, cortés y educado, con cierto miedo a que fuese una de esas mujeres a las que les ofende la insinuación de ser invitadas, le preguntó si podía hacerlo.
Y ella, con los ojos empañados en lágrimas y afirmando que sí con la cabeza, le preguntó si le permitía que lo abrazase. Que, extrañamente, era el vivo retrato de su padre fallecido apenas unos meses atrás. Que había sentido que el cielo, compadeciéndose de su dolor, le había enviado a un ángel para que pudiera darle, aunque fuera por última vez, un nuevo abrazo.
Y él, intentando recuperar la compostura que el tsunami de las palabras de ella le había provocado en su autoestima, sonrió, entonces sí, entonces lo hizo con ternura. Y le dijo: “Claro que sí, hija”.
Mientras él pedía la cuenta de los dos, ella desaparecía entre la prisa con el alma restañada por un abrazo inesperado.