CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Siento una especie de náusea que me nace en lo más intestino de mi ser y me sube, sangre arriba, hasta estallarme en el cerebro cuando escucho, repetida año tras año, la noticia sobre el abandono de ancianos (y perros, pero de eso hablaremos otro día).
Esto de perfeccionar la forma de tirarlos como colillas, mirando hacia otro lado y sin despeinarse, va adquiriendo “exquisitez” y grados, algo así como lo que hacen los traficantes de droga a la hora de organizar rebusques para esconder la mercancía.
Lo último, o al menos la moda imperante en este año, consiste en llevar a los ancianos a las urgencias de un hospital bajo el más peregrino pretexto, achaques no les faltan a los pobres ancianos. Eso, con el resto de la familia metida en el coche, con la marcha puesta, aparcado en doble fila y dispuestos a salir disparados como cuando bajan la bandera en una competición. Así, una vez que el celador traspasa la puerta con el “supuesto enfermo”, los hijos salen corriendo, como el que se quita avispas del culo, rumbo al destino que hayan elegido para vacaciones.
No juzgo las razones que pueden hacer llevar a unos padres a un hospital y abandonarlos para que no incordien las vacaciones. Es más, entiendo que, a veces, dar la vida no convierte a nadie en padres y que este hecho accidental puede arruinar la existencia de muchos hijos. Pero eso no es óbice para reflexionar o, al menos, intentar que mis lectores lo hagan sobre una realidad que sólo nos conduce a una sociedad increíblemente deshumanizada, fría y, cada vez, más ajena al dolor, incluso al de aquellos más cercanos como son quienes nos han dado la vida.
ES UNA REALIDAD QUE SÓLO NOS CONDUCE A UNA SOCIEDAD INCREÍBLEMENTE DESHUMANIZADA
Decía uno de los médicos que, evidentemente, esto suponía un doble y terrible problema, por un lado, el más importante, los ancianos se sabían abandonados por sus hijos, lo que les generaba un dolor y una decepción difícilmente descriptible, además de miedo y angustia. Por otro, los hospitales necesitaban las camas para los realmente enfermos u operados, con lo cual, los viejitos eran derivados a asilos o residencias en las que seguramente se perderán en el olvido, continuarán con su agonía o, simplemente, se dejarán morir.
Dicen que, cuando vamos a morir, toda nuestra vida pasa, como una especie de película rápida por nuestra retina… Me pregunto si en la particular película de todos y cada uno de los abandonados estarán los momentos de alegría, de inmensa felicidad ante las primeras palabras o sonrisas de sus hijos, los instantes interminables de las noches de fiebre, de aquellas vacaciones que nunca pudieron tener porque era más importante que sus hijos tuvieran libros, vestidos, regalos por Reyes… o una habitación nueva. ¿Estarán también los domingos de playa, las noches de insomnio, las caricias tiernas, las miradas de ánimo… y toda la vida entregada a quienes ahora no consiguen hacerles un huequecico en la suya?
La Vida, la historia, está llena de grandes hombres que han entregado su existencia, su saber, su inteligencia al servicio de los demás y que, no solo no han recibido gratitud de sus contemporáneos, sino que han sido pagados con el desprecio más absoluto. Pero hasta para aceptar esas ingratitudes inexplicables estamos diseñados los seres humanos. Sin embargo, para… Hagan una prueba: miren a sus hijos pequeños o recuerden cuando lo eran, revivan cuantos momentos quieran, sean buenos o malos, en todos ellos se encontrarán dándoles lo mejor de ustedes mismos. Después cierren los ojos e imagínense desvalidos, viejos, achacosos…, más necesitados que nunca de ese amor que derrocharon a lo largo de sus vidas, contemplando la impaciencia de sus hijos para que un celador cualquiera interponga entre ellos y usted la puerta de un hospital de urgencia. Y ahora díganme ¿están preparados para ello?