LA CARA B. Por Antonio Rentero.
Muchos llegan a tocar el bajo por incapacidad, otros por descarte. Hay quien se enfrenta al mástil con seis cuerdas y pierde la batalla de la melodía, así que le toca afianzarse con el ritmo. Otros llegan al reparto de papeles cuando sólo queda disponible esa guitarra eléctrica de palo largo y con menos cuerdas y se quedan para siempre marcando el compás.
En mi caso los comienzos fueron atípicos. Cuando la mayoría empieza aprendiendo mediante repertorios ajenos, con versiones más o menos aceptables de su música preferida, yo formaba parte de un grupo que arrancó directamente con sus propias composiciones.
Quitanieves Smith aún suena en Internet (si brujuleáis por Soundcloud). Éramos adolescentes que teníamos algo que decir y no queríamos hacerlo con palabras prestadas y sonidos ajenos. Escribíamos, componíamos, ensayábamos… y sí, dábamos conciertos.
Con evoluciones diversas llegarían otros grupos como MuBai. A otros llegaría yo como consecuencia inevitable de ensayar en un lugar y con alguien que termina por darle nombre al propio grupo (El sótano del doctor). Pero en todos esos años el bajo estaba ahí como un reto que me obligaba de manera inconsciente pero constante a mirar más lejos, a tratar de mejorar, de conseguir que mi mente y mis dedos hablasen el mismo lenguaje saltando entre trastes por los que andurreaban mis yemas y por pentagramas que todavía insisto en desentrañar.
El bajo estaba ahí como un reto que me obligaba de manera inconsciente pero constante a mirar más lejos, a tratar de mejorar, de conseguir que mi mente y mis dedos hablasen el mismo lenguaje
No me ha bastado, durante estos más de 30 años que llevo trasteando las cuatro culebras aceradas, con lo que iba consiguiendo. Lo he pasado de fábula creando nueva canciones, ensayándolas, tocándolas con mis amigos y en conciertos, pero siempre percibía un margen para la mejora y marcaba una autoexigencia. Así, cuando el progreso tecnológico lo ha permitido, he aprovechado ordenadores y tablets, aplicaciones y manuales online, tutoriales y cursos ofrecidos por eminentes profesionales o asombrosamente capacitados “aficionados”, solventes y virtuosos como pocos.
Reconozcámoslo, practicar con un bajo eléctrico es poco compatible con la ligereza de equipaje. El propio instrumento ya tiene unas dimensiones poco discretas pero debes añadirle el amplificador, una especie de lavadora portátil que, además, suele ser más caro que su equivalente en tamaño y potencia para guitarra eléctrica (¡cuán ingrato es ser un bajista y cuán incomprendida su naturaleza!). Un día descubres que hay un pequeño dispositivo, apenas del tamaño de un par de paquetes de tabaco, que permite escuchar (con pilas y auriculares) lo que tocas y conectarlo a una fuente externa de sonido (un reproductor portátil de MP3, el propio móvil…) a fin de que la música que quieres practicar y tu propio instrumento suenen solapados, puedas programar fragmentos que repetir, ralentizarlos para acompasar tu interpretación paulatinamente… y recuerdas la cantidad de viajes que has hecho en las últimas décadas cargado con impedimenta más propia de un explorador en busca de las fuentes del Nilo. ¿Cómo de lejos habría llegado de disponer décadas atrás de todos estos recursos?
Y luego está el tuneo del propio bajo. Más allá de su mantenimiento (y afinarlo es lo más sencillo) de vez en cuando hay que hacer pequeñas labores que contribuyen a que el instrumento dé lo mejor de sí, no acuse el paso del tiempo o haga mella en él la climatología… y sí, de vez en cuando (y aunque tengas más de un bajo colgado de la pared o guardado en su estuche) apetece cambiarlo, por pura estética. Pintarle aquello, añadirle esto, quitarle algo. Un día miras atrás, cual Dante adentrándose en la procelosa selva oscura en el ecuador de su vida, y descubres que ese mástil alargado cruzado por cables metálicos te ha convertido en una mezcolanza de músico, luthier y bricomaníaco.
Me llamo Javier Fernández Gallardo y soy bajista.