CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Marínez-Abarca.
Todas y todos hemos oído esa frase de queja: «Saldría más a la calle, pero todos mis amigos están casados». Es un clásico inevitable, como la aparición de la castañera de la esquina al llegar noviembre aunque aún haga calor, como el paso puntual de las becadas, ese pájaro escurridizo y migrante, por la península ibérica en invierno desde el norte de Europa hacia latitudes más benéficas, o como la proliferación de «mercedes» de gama alta a la puerta de chabolas en Murcia. En efecto, hay una edad, muy amplia en sus contornos, en que la gente se encuentra con que ya no tiene a nadie con quien irse de copas o de juerga. Se han quedado solos, rezagados. Por eso se celebra como un acontecimiento dichoso que se produzca cualquier separación o cualquier divorcio (y hasta me atrevería a decir cualquier viudedad) entre los amigos, porque eso arroja a los cesantes de nuevo a los brazos de la vida veinteañera, aunque sea extemporánea.
POR ESO SE CELEBRA COMO UN ACONTECIMIENTO DICHOSO QUE SE PRODUZCA CUALQUIER SEPARACIÓN O CUALQUIER DIVORCIO (Y HASTA ME ATREVERÍA A DECIR CUALQUIER VIUDEDAD) ENTRE LOS AMIGOS
Un amigo divorciado es un tesoro. Uno se hace a la idea, engañosa, de que algo sirvió para algo durante los largos años de la juventud, en que la pandilla no se separaba ni para ir a comprar el pan. Es un espejismo. El amigo divorciado volverá a dar mil excusas en cuanto encuentre una nueva pareja. A partir de la juventud la vida es en pareja o no es vida. Mejor dicho, o no hay vida. Fuera están las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y crujir de dientes. Uno eligió una fórmula bastante efectiva ya en mis primeros años, para no vérmelas en esta tesitura. Casi todos mis amigos son mucho mayores que yo. Eso significa que ya ni siquiera pertenecen a esa categoría de «amigos casados», sino a otra para la que aún falta la adecuada definición. Esos amigos muy mayores ya han criado a los hipotéticos hijos, ya han convivido lo suficiente con sus parejas como para que éstas los dejen marchar a la calle hasta con alivio (sabiendo, eso sí, que son del todo invisibles y que ninguna pelandusca ni ninguna mujer que fuma se los va a robar), y ya, sinceramente, no tienen nada serio que hacer en casa salvo podar el jardín. Siempre, desde niño, me gustó la gente mayor, por lo que me podía enseñar. Comprendo perfectamente que esta tendencia no arrase hoy en día, porque nadie quiere escuchar lo que tienen que decir los viejos, y se aburre. Nunca como hoy las batallitas tuvieron una consideración tan irrisoria, tan escasa.
Los amigos casados, aquellos en edad de hacer aún carantoñas a su mujer y de criar más o menos a una prole, forman una clase social determinada. Un cubo perfecto donde no es posible introducirse por ninguna rendija. Las esposas de esos amigos casados ya se encargan de relacionarse y relacionar a sus esposos-llavero sólo con otras parejas casadas. Yo he perdido así a todas mis relaciones de juventud. Cuando la Santa Iglesia Católica, a cuyos dogmas me someto, anuló mi matrimonio y lo dio por no válido, todos mis amigos de juventud me dieron la espalda. Por lo que fuere. Ahí, supongo, empezó mi vida adulta, aunque dicen algunos, y no les falta razón, que la vida verdaderamente adulta empieza cuando te quedas sin padre ni madre. ¿Quieren que cuente la verdad? No les echo en verdad de menos, no siento nostalgia de aquella amplia época de pandilla, de los interminables veranos. Lo que echo de menos es tener a alguien concreto, una sola persona elegida, a quien dedicarle y a quien entregar lo mejor de mí. No sé exactamente si eso es haber alcanzado la definitiva madurez o bien vislumbrar el fin.