CICUTA CON ALMIBAR. Por Ana María Tomás.
Lo recuerdo caminando por las calles, casi siempre empujando una carreta de madera cargada de verduras que repartía a los domicilios de las compradoras desde el mercado de abastos. Se sujetaba el pantalón con una vieja cuerda o una correa raída. Calaba una boina hasta casi las cejas y solía apestar bastante, sobre todo, a ajo. Gastaba un genio de mil demonios cuando los críos -desalmados hasta la saciedad- lo jaleaban y le escupían como el mayor de los insultos “Miguelicoelcatapún”. Tenía una discapacidad intelectual que nunca llegó a evaluarse en qué grado le afectaba porque, hace más de setenta años, nacer con una minusvalía psíquica equivalía, simplemente, a ser el tonto del pueblo. Por fortuna, él nunca llegó a saberlo por mucho que la crueldad de algunos de sus conciudadanos se lo gritaran. Era servicial, ayudaba en el mercado con predisposición y, aunque se le escuchaba habitualmente por las calles acordándose de todos los ancestros de la chiquillería, no faltaba un solo domingo a la matutina misa del convento franciscano. Recorría a pie los siete kilómetros que separan el monasterio del pueblo a paso ligero y, cuando algún alma caritativa, consciente del sol de justicia que se desparramaba montaña arriba, lo invitaba a subir en su coche, siempre recibía la misma respuesta: “No, no, déjame que llevo prisa”. Ya en la iglesia, pocos querían ponerse a su lado. Imagino que se debería a su arraigada costumbre de escupirse en las manos antes de frotárselas como si la vida le fuese en ello, o meterse alguna de ellas por el pantalón para agarrarse los genitales mientras les vociferaba a grito pelado a los zagales cualquier improperio.
Ya sabemos que “hay quien nace con estrella y los hay que nacen estrellados”, pero hasta para nacer estrellado hay que tener suerte. Afortunadamente, nada tienen que ver los tiempos que vivimos con los que se vivieron hace apenas cincuenta años. La concienciación, cada vez mayor, de que todos, de alguna manera, tenemos discapacidades, y el reconocimiento de los derechos de aquellos que las tienen en mayor grado, no cabe duda de que nos baja un poco más del árbol y nos humaniza unos cuantos pasos.
A QUIENES ERAN COMO ÉL SE LES ESCONDÍA EN LAS CASAS, COMO UNA VERGÜENZA, COMO UN PECADO
Hace poco, la madre de uno de estos niños con un alto porcentaje de minusvalía psíquica me decía emocionada que su hijo era un regalo. Que nadie podía imaginar cuánto había llorado al recibir su diagnóstico y cuánto lloró más tarde por haber llorado en aquel primer momento.
En la época de Miguelicoelcatapún -ayer mismo- a quienes eran como él se les escondía en las casas, como una vergüenza, como un pecado, hasta que quienes lo custodiaban dejaban este mundo obligando, entonces, a las criaturas, más indefensas y vulnerables que si hubiesen estado siempre “en el mundo”, a enfrentarse a la ferocidad de una sociedad espartana a su medida que no estaba preparada ni mentalizada para asumir el reto de ser decentemente humanos.
Ya, ya sé que eso nada tiene que ver con la realidad actual donde tanto familia como Estado y sociedad mantienen una perfecta alianza para buscar, cada día, la mejoría en la calidad de vida de las personas desfavorecidas con trastornos, tanto físicos como psíquicos. Lo sé. Pero hoy, caminando por esa misma senda montañosa que tantas veces recorrió, con sol o lluvia, quien la falta de caridad humana bautizó como eltontodelpueblo, me ha parecido verlo, una vez más, con su andar ligero y su habitual malhumor, sucio por fuera pero mucho más limpio de corazón y lleno de luz que algunos de aquellos que huían su presencia.