MITOLOGÍAS. Por Rosario Guarino.
Las circunstancias excepcionales que a nivel mundial se están viviendo estos días harán que, no sólo por lo que respecta a nuestro país, de forma particular los meses de marzo y abril de 2020 sean tristemente recordados en un futuro debido a la enorme cantidad de seres humanos afectados y de víctimas mortales que abandonan la vida sin la posibilidad de una ceremonia fúnebre en la que ser despedidos y llorados por familiares y allegados, un derecho natural que Sófocles defendió a través de la figura de Antígona en su tragedia homónima hace casi dos mil quinientos años.
Entre esas circunstancias se encuentra un hecho igualmente insólito: desde el 16 de marzo, fecha del confinamiento señalado por el Gobierno de España, una gran mayoría de la población a las ocho de la tarde de forma puntual se asoman a diario a sus balcones, terrazas o ventanas para mostrar por medio de un aplauso común su admiración y agradecimiento al personal sanitario que ha de lidiar directamente con la enfermedad, la COVID-19, que tantas bajas ha causado.
Un hijo del dios arcadio Pan y de Eufeme, a quien pusieron por nombre Croto, fue el primero en demostrar agrado batiendo entre sí las palmas de sus manos
En su afán de dar razón de la causa y origen de las cosas, la mitología grecolatina nos ofrece un mito etiológico que cuenta que un hijo del dios arcadio Pan y de Eufeme, a quien pusieron por nombre Croto, fue el primero en demostrar agrado batiendo entre sí las palmas de sus manos. Como quiera que habitaba en el monte Helicón al igual que las Musas, de las que su madre, Eufeme, era nodriza, habitualmente mostraba su entusiasmo ante el canto de sus hermanas de leche aplaudiendo, gesto que fue imitado por otros con la misma intención. El nombre del personaje hace alusión al hecho de golpear (κροτέω, en griego) y el término derivado, “κροτισμός”, es el equivalente al “plausus” del latín, de donde, a través de la adición del prefijo “ad-”, deriva nuestro aplauso.
Complacidas las nueve Musas, hijas de Zeus y la titánide Mnemósine, pidieron a su padre, en agradecimiento, que lo convirtiera en constelación fijándolo al firmamento, y así fue como Croto, a quien también se atribuye el invento del tiro con arco, pasó a ocupar el lugar de Sagitario entre los signos zodiacales. Aunque hay autores que hacen coincidir a Sagitario con Quirón, el centauro filántropo pedagogo de héroes como Jasón o Aquiles, e inventor por cierto de la cirujía, relacionada también etimológicamente con su nombre y con el de la mano (χείρ en griego clásico).
Aplaudir y explotar tienen un origen común, y no otra cosa que una explosión de júbilo o de agrado es lo que motiva el arranque de las palmadas.
Menos armonioso y con fin contrario en general al del aplauso, es decir, el de mostrar el descontento generalizado, es el sonido estridente provocado al golpear metales, lo que se conoce coloquialmente en español como “cacerolada”.
Un episodio en la crianza de Zeus puede servirnos como ejemplo del uso del ruido con un fin práctico. Para impedir que Crono pudiera escuchar su llanto cuando su madre, Rea, le hurtó de ser devorado por este, los curetes ejecutaban unas ruidosas danzas haciendo entrechocar sus armas entre sí. De esta manera el niño Zeus pudo crecer sin peligro y, llegado el momento, derrotar a su padre y traer de nuevo a la luz al resto de Crónidas para dar lugar a la primera generación de Olímpicos.
En la evolución del ser humano, el importante paso a la bipedestación privilegió el uso de las manos. Con ellas somos capaces de crear maravillas, de acariciar, pero también de golpear.
El sonido nos sirve para expresar emociones y su armonía o no están en consonancia con aquello que se quiere transmitir: en un extremo el aplauso, en el otro, la cacerolada.
La evolución del ser humano privilegió el uso de las manos, con ellas somos capaces de crear maravillas, de acariciar, pero también de golpear
Cierto es que los gestos reiterativos pierden su función y dejan de ser espontáneos para convertirse en automáticos, rutinarios y vacuos, pero precisamos de rituales que cumplen un papel importante, como el de la ilusión de una especie de concordia universal, de una interrupción del confinamiento, de una especie de paréntesis en la sensación de soledad impuesta, de miedo, o de incertidumbre, una muestra, en fin, de que somos seres sociales y necesitamos de los demás. Reconozco que, sin dejar de sentir una gratitud inmensa por quienes cuidan de nosotros bien por tratarse de su trabajo o de su vocación y también por aquellos que de forma altruista colocan por delante del propio el bien común, aunque tengo la suerte de tener balcón no salgo a él a diario para coparticipar físicamente de ese aplauso coral. Pero en cualquier caso, mi opción, frente a la de denostar, vociferar, y mostrar desacuerdo -aun cuando no todo lo que se hace o se deja de hacer me parece acertado-, es la de tratar de acariciar el alma. Esa, me parece, es la singular misión del aplauso. Para lo demás -y también, claro, para eso- conviene usar la palabra. Ni puños, ni manos levantadas, sino manos juntas, unidas, al encuentro, prestas al abrazo, a mostrar agradecimiento, alegría y entusiasmo, a rendir tributo, a construir. Y diálogo en busca del intercambio fructífero de opiniones y puntos de vista, y consenso.
Sirvan como colofón de lo hasta aquí dicho estos versos de “En la palma de tu mano”, poema de Rosa María Hernández Navarro (Eros 2 8, Linalva Ediciones en 2016):
En una mano que se me muestra
abierta y tendida
puedo recrear universos infinitos,
pero nunca podría morar
bajo la opresión de un puño cerrado,
ni con el vértigo que me produce
una mano levantada,
ni aún atada a cuerdas y arnés.
Está claro que todo está en las manos de todos y cada uno de nosotros, las mismas que es preciso siempre lavarse con frecuencia como medida higiénica y con las que confío podamos volver a acariciar pronto. Eso sí, sin guantes.