EN MURCIA EL AGUA MATA DOS VECES

DE MURCIA AL CIELO. Por Carmen Celdrán.

En Murcia el agua mata cuando falta (que es casi siempre) y cuando sobra. El clima extremo de esta tierra combina periodos de fuerte sequía con lluvias torrenciales capaces de arrasar con cultivos y personas.

Realmente, la domesticación del territorio y el clima en la vega del Segura es un ejemplo de tesón e ingeniería humana a través de los siglos. Una transformación profunda del paisaje que ha hecho habitable una zona especialmente difícil.

Las inundaciones y desbordamientos del Segura y sus afluentes forman una trágica historia de la Región que muestran la capacidad de las gentes de esta tierra de sobreponerse una y otra vez al horror, la destrucción y la muerte. Desde 1143 (fecha de la Riada de Santa Lucía, la primera documentada) hasta 2005 se contabilizaron 238 inundaciones. San Lucas, San Calixto, San Severo… son nombres asociados en Murcia al terror del agua sin freno, capaz de arrasar casas, haciendas y vidas. La riada trágica más recordada es la de Santa Teresa (1879), en la que el Segura sobrepasó el Malecón y provocó más de 1.000 muertos e incontables daños materiales, en Lorca, Murcia y Orihuela. A paliar los innumerables daños ocasionados dedicó la prensa francesa el periódico Paris-Murcie, en el que participaron autores de la talla de Víctor Hugo y Alejandro Dumas (hijo).

A lo largo del siglo XX –sobre todo en las últimas décadas- se han realizado importantes obras contra las avenidas, reduciendo considerablemente los efectos devastadores de las lluvias torrenciales, aun así, en los últimos años (2012, 2016) se han producido tremendas riadas, especialmente en el Valle del Guadalentín. La naturaleza es imprevisible y, como suele decirse, el agua viene con sus escrituras.

Pero si el furor de las aguas desatadas provoca el horror, el desastre y la muerte en cuestión de minutos, la pertinaz sequía trae consigo una muerte lenta: el agostamiento de las cosechas y sequedad de las fuentes.

Murcia es una región de contrastes, porque junto a las riadas y las sequías, o a pesar de ellas, es una región fértil, de clima benigno (salvo en verano) con una capacidad de producción enorme que aporta, en turismo y en producción agrícola, una importante riqueza al conjunto de España. Pero para ello hace falta agua.

La noción de solidaridad entendida como el deber de los ciudadanos de compartir sus recursos con los más necesitados, se encuentra unida a la ideología de izquierdas. La idea se presenta como una superación de la caridad cristiana, entendiendo que los ciudadanos deben afrontar unidos (in solidum) los infortunios de sus conciudadanos. Las izquierdas de toda Europa (reconvertidas casi en su totalidad a la socialdemocracia) defienden la solidaridad entre los ciudadanos como fundamento de los impuestos (los que tienen la suerte de ganar más dinero deben pagar más impuestos para atender las necesidades de los más desfavorecidos), pero también la solidaridad entre los territorios (las regiones o países más ricos deben compartir sus recursos con las más pobres). Este es, por ejemplo, el fundamento de la Unión Europea.

En este contexto, se comprende fácilmente que la izquierda española de los años 30 defendiera con ardor la construcción de trasvases. España tiene un evidente desequilibrio hídrico que limita la productividad de las regiones del sureste (Valencia, Murcia, Almería).

El periódico Paris-Murcie fue publicado por la prensa francesa en diciembre de 1879 para paliar los daños ocasionados por las inundaciones en Murcia

En España, sin embargo, la izquierda presenta caracteres particulares. Nuestro devenir histórico ha propiciado un entendimiento “contra natura” entre la izquierda y los nacionalismos de las regiones más ricas (Cataluña y Euskadi), cuyo fin primordial es –después de todo- retener, contra viento y marea, los privilegios históricos de sus regiones y negar la solidaridad a las regiones más pobres.

A principios del siglo XX la izquierda española comprendió que el desarrollo del levante y sureste pasaba por dotar a estas tierras de caudales de agua que se trasvasaría desde los lugares húmedos de la nación. Incluso en el siglo XVIII ya hubo teóricos ilustrados (Pedro Prádez, por ejemplo) que trataron de desarrollar trasvases.

En la República, Indalecio Prieto promovió el trasvase del Tajo al Segura como bandera del reequilibrio estructural en una España que tardaba en salir del siglo XIX, si bien fue el franquismo el que desarrolló la obra, que finalmente quedó concluida en los albores de la democracia, en 1979.

El problema del trasvase del Tajo al Segura es que la cuenca donante (el Tajo) no es un río muy caudaloso y además el trasvase toma su agua de la cabecera. Por ello, siendo una infraestructura indispensable, no es suficiente para garantizar el desarrollo de las provincias receptoras. Por ello es necesario un trasvase complementario: el del Ebro.

El trasvase del Ebro tampoco es una novedad, sino que ya fue estudiado por el gobierno de Negrín, a finales de la República, y fue retomado por el último gobierno de Aznar dentro de un ambicioso Plan Hidrológico Nacional. Sin embargo, el proyecto contó con la frontal oposición de las provincias de Aragón y Cataluña por las que discurre el río, a pesar de que en absoluto les afectaba la obra, ya que el agua se tomaba en la desembocadura, por lo que el daño ecológico a la cuenca era inexistente. La oposición, al parecer, era más un esfuerzo de ciertos agricultores e industrias catalanas que trataban de evitar un mayor desarrollo de la agricultura y del turismo en Valencia y Murcia que perjudicara la venta de sus productos en mercados internacionales.

Se trataba en cualquier caso de una oposición mendaz y torticera que no pretendía mantener en determinadas condiciones la cuenca ni evitar perjuicios a los ribereños sino impedir, a toda costa, el desarrollo económico de otras regiones. En cualquier país serio esta clase de localismos envidiosos y falaces se descartan de plano porque todos los ciudadanos tienen presente la prevalencia del interés general sobre el particular y la conveniencia de prosperar en conjunto. Pero en España estos argumentos, propios de los partidos nacionalistas que desconocen el interés general, encontraron fácil acomodo en los partidos de izquierdas nacionales. Es muy probable que en aquel momento se tratara de un simple cálculo electoral a corto plazo: apoyando la oposición de aragoneses y catalanes se conseguía evitar un nuevo éxito electoral (entonces imparable) del Partido Popular y además se rentabilizaban los votos de esas regiones. Poco importaba en todo ello el interés general. El daño, sin embargo, es irreversible. Años después el Partido Popular nacional también abandonaría el proyecto dejando a los murcianos carentes del más preciado recurso, pese a que los líderes regionales siguen defendiendo la necesidad de los trasvases. Finalmente, envalentonados por el éxito de la postura antitrasvasista, la comunidad de Castilla-La Mancha también consiguió la modificación de la regulación del trasvase incrementando el caudal mínimo del Tajo de modo que los trasvases serán cada vez más escasos.

Ciertamente la situación es angustiosa, nuestra agricultura y nuestro turismo no van a recibir el agua que necesitan y ello se nota (y se notará) en la economía regional, en el bienestar de cada uno de nosotros, pero también afecta y afectará a la economía global.

En el fondo, una nación es un viaje al futuro que un grupo de ciudadanos, con una cultura, tradición e historia comunes, deciden emprender. Cuando existe ese sentimiento todas las partes trabajan por un objetivo común que revierte en todos. Del mismo modo que ocurre en una familia o en una empresa, la envidia, los celos y el sentimiento individual acaban hundiendo cualquier proyecto.


@carmenceldran

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