El sentido de una vida

Cartas desde Tombuctú, por Antonio V. Frey Sánchez

Tumba de Tiris.

Al contrario de las ciudades, donde cafés, mezquitas y zocos son lugares donde socializar, el intercambio de información en el desierto se hace a la luz de la lumbre, al cobijo de un toldo de la jaima, rodeados de la discreción que otorga la noche. Cuando todo está dicho y aún quedan ganas de charlar, entonces se cuentan historias para no dormir. En ésas he conocido historias realmente fascinantes; algunas hermosas y otras truculentas.

Hacía dos días que nuestra pequeña caravana científica se había unido a otra que trasladaba un gran rebaño de camellos al Norte desde los pastos ribereños del río Senegal. La conformaba un conglomerado de miembros de la tribu Tayakant y algunos Tekna de Gulimin, en cuyo mercado pretendían despachar la vasta grey. Aún estábamos en el bello Tiris. Habíamos acampado en un paraje llamado Bugrara, pasado un pozo de agua salobre llamado Tamjalig que todos evitaban. Nuestros acompañantes estaban nerviosos: el cansancio del rebaño y una molesta ventolera los había obligado a plantar las jaimas muy a su pesar. Habíamos dejado muy cerca el Jancarat entre cuyas colinas se escondía un terrible secreto para los beduinos. Esa noche inquirí a mis anfitriones para saber de él. Me adelantaron que a los pies de una de las colinas estaba la tumba de un beduino de infeliz existencia, maldecido por Dios, motivo por el cual, su inmundo espíritu rondaba a quienes por allí pasaban.

Tras la cena, y mientras degustábamos los tés de rigor, uno de los beduinos viejos allí presentes me contó su leyenda; una historia con una poderosa advertencia.

Sidi. Había una vez un joven pastor que odiaba a su padre y amaba a su madre. La madre lo quería y lo adoraba, pero el padre le pegaba, lo humillaba y, pasado un tiempo, terminó echándolo de la jaima; acto de gran deshonra en nuestra cultura beduina, pues lo convertía en un paria en el seno de la tribu. Rebajado, siguió en la tribu, aunque por su condición casi todos lo evitaban, lo cual agrió su carácter. Al tiempo se hizo adulto, muriendo en primer lugar su madre, aquella madre que le había mimado y protegido. El hombre, viendo como era sepultada, intentó llorar, pero no tenía lágrimas. El padre vivió muchos años más. Envejeció y murió cuando el hijo tenía más de cincuenta años. Y en el sepelio de su padre, para su gran sorpresa, se dio cuenta de que no podía controlar sus lágrimas, lloraba, sollozaba sin parar de un modo incontrolable, desesperado.

—¿Y a qué se debe su maldición? — le inquirí.

—Por la voluntad de Dios, sidi talib. Al hombre le había movido toda su vida el odio a su padre. Perder a su madre fue duro, pero cuando murió el padre, cuando el odio perdió su objeto, su vida quedó vacía. Se hundió. Y se entregó a la iniquidad y a la blasfemia. Nunca se arrepintió de su odio y Dios lo castigó, haciéndolo aún más despreciable y maldito.

A la mañana siguiente, mientras levantaban el campamento y deambulaba por los alrededores, pensé en que había oído esta fábula en otras versiones en Europa, lo que da idea de lo universalmente comunes que pueden ser ciertas conductas humanas. Y también lo didácticas que pueden llegar a ser sus inquietantes moralejas: tal es su maldición que nadie pisa la tumba del blasfemo y, quien quiere verla, tiene que asomarse por un agujero practicado en la pared, tal y como mi curiosidad me llevó a hacer y fotografiar.

Antonio V. Frey Sánchez

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