El callejón de las calaveras

Mesa camilla, por Paco López Mengual

Imagen generada por IA.

En Molina de Segura, nadie conoce por calle San Antonio -su verdadero nombre- a la más maldita de las que forman el entramado urbano: una recóndita y estrecha travesía, situada en el corazón del barrio Castillo, a la que los molineros mencionan como el Callejón de las Calaveras.

Se trata de un pasaje estrecho, flanqueado por altas paredes y con una sinuosa torsión en el centro que impide ver su final. Durante siglos, fue el único camino por donde los cortejos fúnebres se adentraban para acceder al cementerio medieval: en realidad, un amplio osario al aire libre debido a que la precariedad de los enterramientos, la pobreza de las tumbas, los deterioros provocados por la lluvia y el viento, dejaran al descubierto abundantes restos de esqueletos humanos. Una lúgubre callejuela a cuya entrada rezaba una oración escrita en la pared que decía:

No te burles de las Ánimas

ni perturbes su paz,

porque tarde o temprano

tú también en Ánima te convertirás.

A lo largo de quinientos años, no hubo una sola puerta ni ventana abierta al callejón que conducía al cementerio; y sólo bien entrado el siglo XX, los vecinos de las casas colindantes perdieron el temor y comenzaron a abrir ventanucos que asomaran al tétrico camino.

 Durante siglos, fue el único camino por donde los cortejos fúnebres se adentraban 

Se sabe que el fósforo que contiene los huesos emite débiles resplandores y destellos que brillan durante la noche; y, en aquel lugar, debido al cúmulo de esqueletos esparcidos por la superficie, los fulgores eran abundantes. La creencia popular aseguraba que, al caer la tarde, los muertos se levantaban de sus tumbas y deambulaban por el cementerio, emitiendo las luces y chispazos que se vislumbraban desde el exterior. De ahí el apodo de la calle, que ha ido transmitiéndose de generación en generación hasta llegar a nuestros días.

A lo largo de quinientos años, no hubo una sola puerta ni ventana abierta al callejón 

Si bajo la luz del día, adentrarse en el Callejón de las Calaveras producía cierto temor; hacerlo tras anochecer, causaba verdadero pánico. A lo largo de la historia, fueron muy pocos los que se atrevieron a adentrarse en su oscuridad. Cuando la ciudad no disponía de alumbrado público, en las noches más sombrías y apostados al inicio de la calle, los niños se retaban unos a otros para comprobar quién era el valiente que lograba llegar más lejos. Para ello, durante el día, moldeaban con barro un cráneo que secaban al sol; antes de que anocheciera, marchaban todos en grupo hasta el final de la calle y lo depositaban sobre un pilón. Cuando ya era noche cerrada, apostaban a ver quién era el osado que se adentraba por el oscuro camino, perdía de vista a los amigos y regresaba portando la falsa calavera en sus manos. Cuentan que eran muchos los que volvían con el rostro lleno de horror y los pantalones mojados por el miedo; enmudecidos por la terrible visión que habían contemplado.

Paco López Mengual.

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