CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Tengo una amiga un par de años menor que yo (o sea taitantos menos dos) que me confesaba hace unos días que su exigencia sexual iba subiendo directamente proporcional con su edad. Vamos, que hace unos años le resultaba atractivo casi cualquier “cosa” con pantalones (entiéndaseme la metonimia) y a medida que ha ido… creciendo se ha vuelto más y más exigente y lo que en un tiempo hubiese sido entrante, plato central y postre, ahora no le sirve ni como aperitivo.
Ella (que es muy bruta, todo hay que decirlo) mantiene que los hombres son como los baños públicos: o están ocupados o están hechos una porquería. Hombre, podría ser un poco más delicada y utilizar la metáfora del taxi, ya saben: cuando necesitas uno, sólo pasan por tus narices los que están ocupados, pero, francamente lo del baño me parece algo exagerado. Sin embargo, mi amiga no sólo se ratifica en su idea sino que mantiene que, a la hora que quiera, me lo demuestra, que sólo tengo que darme un garbeo con ella buscando marcha para que tengamos que quitarnos a tortas a un buen puñado de horteras que, marcando paquete y con cara de libidinosos, se acercan hasta ti convencidos de que caerás rendida en sus brazos.
Mi amiga es una hermosa mujer que se resistió a la dulce cárcel del amor, porque, reconozcámoslo, por muy dulce que sea no deja de ser cárcel
Mi amiga es una hermosa mujer que se resistió a la dulce cárcel del amor, porque, reconozcámoslo, por muy dulce que sea no deja de ser cárcel, y tomó las de Villadiego en cuanto su antiguo novio comenzó a presionarla para que se casaran ¡Casarse! Ahí comenzó a replantearse demasiadas cosas (y como dicen por ahí: las mujeres que se cuestionan demasiado acaban “inexplicablemente” solas) y optó por la libertad: libre para equivocarse y libre para asumir los equívocos; libre para elegir en qué momento deseaba estar acompañada y libre para elegir el placer de la soledad y, sobre todo, libre para seleccionar con quien compartir su tiempo. Mantiene que ninguna mujer merece que su hombre la engañe. Y argumenta, como Mónica Belucci, que todos los hombres son infieles por naturaleza y que ella no tiene tragaderas suficientes como para aguantar cornamentas. Dadas las premisas anteriores entenderán ustedes que mi amiga comulgase con las ideas de la californiana que saltó a la prensa por haberle cortado el pene a su marido, tras drogarlo y atarlo a la cama, y que, no contenta con la faena, le había hecho picadillo, literalmente, el miembro en una picadora. Cuando la detuvieron, la susodicha dijo, simplemente, “se lo merecía”. Y mi amiga dijo: “Amén”.
A mí, francamente, me parece horroroso. No creo que haya faena de cuernos que merezca el rabo. En todo caso las orejas, que siempre son más ponibles, pero el rabo… Si a todas las mujeres encornamentadas les diera por autopremiarse el rabo de las corridas, esto sería terrible. Claro, que igual se conseguía que los infieles se lo pensasen dos veces antes… antes de volver a dormir con su mujer. ¿Qué pensaban…, que iba a decir antes de ser infieles…? ¿Pero no hemos quedado en que eso va implícito en su naturaleza?
Los hombres -digamos la mayoría, por aquello de que no se nos rebote el personal- no se pueden clasificar en fieles o infieles sino en “osito de peluche” o palomita de maíz, es decir, los que, tras el momento cumbre, les gusta quedarse un ratito abrazados en la cama o los que saltan de ella como una palomita en el microondas.
La trituradora a la que lanzó el “trocito” no era la de la carne para hacer croquetas, sino la de la basura, vamos, que ni con Loctite podría haber tenido remedio la cosa..
Muchos hombres duermen, sin saberlo, con su peor y sonriente enemigo. Yo, de ser hombre e infiel, no me metería en la cama sin colocarme un casco de moto en la cabeza. De abajo, claro. Por si… Cualquiera se fía de una mujer con cuernos. Y… con memoria.