DANZA DE LA MUERTE

PICELADAS. Por Zacarías Cerezo.
Noviembre es un mes en el que, a través de diversas tradiciones, se nos recuerda el hecho inexorable de la muerte. Generalmente no es asunto que queramos tener en nuestras conversaciones, preferimos ignorarlo, pasar a otra cosa cuanto antes si alguien saca el tema: nos da yuyu. Es, sin embargo, a mi juicio, un error.

Lo normal es estar muerto, si se me permite la expresión. La vida es una rareza, un paréntesis que se nos concede en medio de esa infinidad de tiempo antes y después de nuestra existencia. O sea, somos muertos de vacaciones.

Personalmente, hablar de la muerte me tranquiliza, y si es en tono jocoso, mejor, claro, porque tiene connotaciones de aceptación de algo que va a suceder con absoluta certeza: es un pulso que vamos a perder, y lo sabemos. No llego al extremo de pensar tanto en ello como los cartujos, que se saludan entre sí diciendo «hermano, morir tenemos», «ya lo sabemos», pero tomo ejemplo de gente que he conocido y que tienen actitudes de naturalidad ante el asunto. Lo he visto en mi suegro, que en los últimos años de su vida se iba dando un paseo al cementerio de La Ñora y se sentaba en el panteón vacío, que primorosamente había construido para sí y su familia, e, incluso, tuvo el gusto de elegir la foto que ilustraría su lápida.

La Iglesia fomentó tras la Contrareforma el género de pintura llamado Vanitas, con el que se nos recuerda la futilidad de la vida: «Vánitas vanitatum, et ómnia vánitas», «Vanidad de vanidades, todo es vanidad», Eclesiastés, 1:2. Una variante anterior de ese género es la Danza de la Muerte, también conocida tanto en pintura como en teatro sacro, como Danza Macabra. La muerte se representa triunfante danzando sobre ataúdes, diciéndonos con ello que su guadaña nos iguala a todos: ricos, pobres y poderosos.

Un ejemplo de Danzas de la Muerte me sorprendió en una visita al Centro de Interpretación de la Muralla Púnica de Cartagena, en la impresionante Cripta del antiguo Convento de San José, del siglo XVII. Es un lugar sobrecogedor en el que se pueden contar 110 nichos, unos cerrados y otros abiertos y donde quedan algunos huesos que nos recuerdan que allí se enterraban a los miembros de la Cofradía de San José y la de San Juan Nepomuceno. En las paredes había pintados una serie de esqueletos danzando sobre ataúdes de prelados, papas y reyes. A causa de las condiciones atmosféricas, alteradas tras el descubrimiento, las pinturas están casi desaparecidas, ya sólo se pueden ver en fotografías. Aún así, el lugar mantiene el misterio que hace que la visita sea muy recomendable.


zacariascerezo@gmail.com

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