Cartas desde Tombuctú, por Antonio Vicente Frey

Querida amiga,
Pasada la Semana Santa, a la que recuerdo con la honda emoción de un nazareno lejos de su tierra y sus preciosas tradiciones, de sus marchas procesionales y el olor a incienso en las estrechas calles… pasadas esas importantísimas fechas para los cristianos, quería contarte que, en mis andanzas por el desierto sahariano, he visto otras maneras de adorar a Dios; en especial aquellas que protagonizan los sufíes impregnadas de una especie de unción ancestral y lejana, en que se fusionan costumbres de África y de Oriente.
Y es que, tras años de cristianismo entre los bereberes, la llegada del islam canónico al África occidental trajo también una forma de religiosidad más acentuada e interior, caracterizada por la búsqueda de Dios a través de la contemplación y meditación. Lo que conocemos como sufismo se empezó a formar en el siglo VIII entre Damasco y Bagdad tras el contacto con las formas de retiro y mística cristiana de las comunidades monásticas del Sinaí y la tebaida egipcia. Puntuales y ricos contactos que se mantendrían –por cierto- hasta muchos siglos después, y que se pueden intuir en la obra escrita del murciano Ibn Arabí y, más adelante, en la de santos contemplativos españoles tales como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz.
"En mis andanzas por el desierto sahariano, he visto otras maneras de adorar a Dios"
Aquellas escuelas se instalaron en forma de cofradías, a las que denominan tariqa, en las principales ciudades africanas. A diferencia de las nuestras, cuyo origen está en el Concilio de Trento, no sacan imágenes en procesión, sino que cultivan la oración y la fraternal meditación mística en sus sedes, denominadas zagüías. Sólo una, la ciudad marroquí de Salé, hace una procesión de grandes y pintorescos cirios el día del cumpleaños de su profeta Mahoma. Al parecer, antes se hacía en otras localidades, incluso en la Granada nazarí.
Derivado hacia el sur, hacia el desierto, en el siglo XIV, el sufismo impregnó fuertemente a los beduinos, pues concurrieron dos extraordinarias circunstancias: en primer lugar, un potente apoyo por los benimerines y, en segundo, el agotamiento de las antiguas tribus almorávides y su sustitución por otras nuevas. En ese transcurso, los notables de los clanes en vías de fusión tomaron como maestros y árbitros de sus diferencias a algunos carismáticos místicos que habían elegido el sur desértico para sus retiros. Estos retiros solían realizarse en lugares dotados de una magia difícil de explicar; parajes y lugares de gran sincretismo protagonizados por fuentes, árboles y rocas a los cuales los beduinos veneraban desde hacía milenios. Son lugares dotados de un asombroso poder telúrico que invitan a la introspección. Nada raro, por tanto, que los santones sufíes acudieran a ellos a meditar, orar o encontrarse con Dios a través de sus pintorescos trances.
"Lo que conocemos como sufismo se empezó a formar en el siglo VIII"
Con el tiempo, muchos de esos lugares reunieron las tumbas de esos venerables sufíes y las de sus discípulos, convirtiéndose, para correligionarios y vecinos, en fuente de baraka, esa especie de bendición divina que Dios, en su infinita misericordia, dota a quien visita a esos hombres santos ya estén vivos o muertos. Eso suele ocurrir en las concurridas y alegres romerías que los conmemoran y honran con mayor énfasis si cabe cuando su figura coincide con la del patriarca fundador de una tribu del desierto. Y dado que muchos de estos místicos crearon escuela, ocurre que suele haber sufíes de nuevo cuño que siguen cultivando las enseñanzas de aquél en sus cofradías. Es normal que, en medio del páramo desértico, junto al cementerio, haya un edificio que hace de zagüía. De sus antiquísimos y misteriosos ritos, querida amiga, te hablaré en mi próxima carta, mientras en esta te mando un soplo de baraka que un santón me transmitió hace unos días.

