MESA CAMILLA. Por Paco López Mengual.
A mediados del XIX, no todos los bandoleros andaban refugiados en la sierra. Por aquellos años, Blas Reyes, un forajido nacido en La Ñora, sembró el terror por los carriles de la huerta de Murcia, sin necesidad de buscar refugio en el monte.
Fue un despecho amoroso lo que llevó a Blas a echarse de mala manera a los caminos y cometer una retahíla de robos y crímenes, que pronto lo situarían como el enemigo público número uno. Una tarde, al concluir su jornada de trabajo en la fábrica de la Pólvora y regresar a casa más temprano de lo habitual, sorprendió a su esposa “durmiendo la siesta” con un fraile del cercano monasterio de Los Jerónimos. Pero, al no ser visto por los amantes, abandonó sigilosamente la vivienda y esperó al religioso oculto en un huerto cercano. Al verle salir, se lanzó hacia él navaja en mano. Pero, cuando iba a acuchillarlo, le frenó el que el hombre que había mancillado su honor vistiese un hábito. Blas Reyes era un hombre católico, respetuoso con las sotanas; así que, tras hacerle que se desnudara y se desprendiera también del gran crucifijo que llevaba colgado al pecho, lo apuñaló con saña hasta la muerte.
El arma llevaba grabado su nombre y apellidos en la empuñadura. No había duda de quién había sido el asesino
Cuentan que, convencido de que nadie había sido testigo del crimen, huyó atravesando huertos y saltando tapias hasta buscar refugio en su propia casa. Pero no había transcurrido ni una hora del suceso, cuando llamaron insistentemente a su puerta. ¡Abra! Inquieto por las voces, se asomó con discreción a la ventana y descubrió que un grupo de guardias civiles le buscaba. En ese instante, fue consciente de que había extraviado su navaja: había quedado clavada en el pecho del fraile. Para mayor desgracia, el arma llevaba grabado su nombre y apellidos en la empuñadura. No había duda de quién había sido el asesino. Huyó por la parte trasera.
El asesinato del fraile sólo fue el primero de una espiral de violentos sucesos protagonizados por Blas Reyes que, fuera de sí y huido de la Justicia, convirtió la huerta de Murcia y su laberíntico entramado de carriles en su guarida durante años. Una sucesión de robos con violencia, de secuestros, de asesinatos de mujeres que se negaban a satisfacer sus deseos carnales y de arrieros cuyo único delito era haber topado con él en un camino y no portar dinero para entregarle, hizo que el temor al bandido se extendiera por toda la vega y su negra leyenda corriera de boca en boca, asustando a las buenas gentes.
Al de La Ñora tampoco le gustaba la competencia de otros malhechores que cometían sus fechorías en su mismo territorio. En una ocasión, convocó a otros tres bandoleros en una casa de su pueblo, para mantener una reunión; a la misma vez, hizo llegar a la Guardia Civil un anónimo denunciando el encuentro que allí se iba a producir. La noche prevista, un subteniente y varios números rodearon la vivienda. Cuando los tres forajidos, conscientes de la trampa que les habían tendido, intentaron huir, cayeron abatidos por los escopetazos de las fuerzas del orden. Entre los muertos se encontraba El Cojo Amante, un peligroso delincuente, con muchas cuentas pendientes con la Justicia.
Tras años siendo buscado, en el verano de 1857, el destino hizo que Blas Reyes se topara con un grupo de guardias civiles en uno de los carriles de la huerta. Tras desobedecer el grito de ¡Alto! e intentar huir, fue herido de bala en una pierna. Acorralado en un bancal, fue muerto por decenas de golpes de bayoneta. Cuentan que, en los últimos momentos, defendiéndose como la fiera que era, aún logró arrancar de un mordisco la falange del dedo de un guardia civil.

Paco López Menugal.