CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Circulan por Internet unos cuantos ejemplos, con moralejas aplicadas, sobre lo importante que es dominar (en todos los sentidos, es decir, el de potestad y el de someter) la información. Les voy a exponer sólo un par de ejemplos para que vean cuándo es necesario compartir una información privilegiada y cuándo es preciso darse tropecientos puntos en la boca. En el primer caso cuentan que un matrimonio a punto de ducharse escucha el timbre de la puerta. El marido dice a su mujer que se ponga una toalla y salga ella. Así lo hace y al abrir se encuentra al vecino que, al verla de esa guisa, le dice: “Si dejas caer la toalla, te doy mil euros”. La mujer desanuda la frágil sujeción y la toalla cae el suelo; él le da los mil euros y se va. Al entrar de nuevo al baño y decirle al marido que quien llamaba era el vecino, éste le responde con la pregunta: ¿Ha venido a devolverte los mil euros que me debe? Moraleja: si el cabronazo del marido hubiese compartido esa información con su mujer, eso no habría ocurrido. El caso segundo es el de un chico que va a una farmacia y le pide al farmacéutico lo siguiente: “Deme un preservativo que esta noche voy a tener temita con mi novia. Bueno, no, me va a dar dos porque su hermana está como un tren y seguro que tengo ocasión… ya sabe. Mire, no, mejor me va a dar tres porque su madre está de muerte y me echa unos ojitos… ¿sabe qué le digo? Que me voy a llevar la caja entera… por si acaso”. Aquella noche, ya en casa de la novia y sentados todos a la mesa, el joven bendice los alimentos y sigue rezando y rezando. La novia le mira y le dice: “No sabía que fueses tan creyente”. Y él le contesta compungido: “Ni yo que tu padre fuera el farmacéutico”. Nueva moraleja: no hay que dar información privilegiada a tontas y a “locos”.
Hay cosas que son de vital importancia saber, y otras que son trascendentales callar
Y cuando digo locos y no locas, trastocando el dicho popular, sé muy bien lo que quiero decir. Y quiero decir, que me parece una increíble e irresponsable locura que los medios de comunicación den más información de la necesaria en casos en los que la discreción sería la baza más importante. Todos podemos escuchar, con temeraria frecuencia, las claves de la detención de peligrosos violadores, ladrones, pederastas o asesinos. Ínfimos fallos como pasar por delante de alguna cámara de seguridad oculta en la esquina de un centro comercial; pasar sus huellas digitales sobre algún producto en una perfumería; no comprobar que se dejaba algún resto biológico en el escenario del crimen… Apenas nada que puedan encontrar los esforzados sabuesos y, sin embargo, tanto para demostrar quiénes son los culpables y poder detener a esa despreciable gentuza. Y que, al hacerlo público, lo único que consiguen es que, para las próximas veces, se cuiden de dejar las citadas pistas. ¿De verdad la gente de bien necesita saber cómo se llegó hasta esa canalla? Sinceramente creo que no. Y estoy totalmente de acuerdo con los dos ejemplos expuestos al principio. Hay cosas que son de vital importancia saber, y otras que son trascendentales callar. “Al enemigo, ni agua” reza nuestro refranero, por tanto, mucho menos información que pueda llevarle a seguir perpetrando delitos más perfeccionados que impidan llegar hasta él. Ya tenemos series televisivas que nos llevan de la mano para dar con el asesino a fuerza de cientos de detalles insólitos. Bastaría con que un asesino se hiciera adicto a estas series para convertirse en el mejor y más invisible criminal. Volvería loca a la policía porque habría aprendido cómo no dejar una sola prueba que le incriminase. Así que, si ya tenemos la tele que les advierte, qué puñetas hacemos los demás dándoles pistas. Policía y periodistas deberían comprometerse en una alianza de silencio infranqueable para todos aquellos que de una manera u otra representan una amenaza para la sociedad.
Desafiar las fuerzas de la estupidez y de la maldad requiere, entre otras muchas cosas, saber manejar la información oportuna, cómo quien manipula TNT, sabiendo que cualquier error en la maniobra puede ocasionar que nos explote a nosotros.