
Crónicas de un socio fantasma
Por don Ignacio de la Marquina y Beltrán, mártir de la literatura y espectro en propiedad del Real Casino de Murcia

—¡Bro! ¡Literalmente, bro!
No había transcurrido ni un segundo desde mi último intento de reescribir el Canto XVII del Poema en Honor de Mí Mismo cuando yo, don Ignacio de la Marquina y Beltrán, titán literario del Real Casino de Murcia, convertido en espíritu por la rastrera mano negra que me arrancó de mi destino glorioso con un mísero empujón —el “mal tropezón regado de brandy” que utilizó la prensa corrupta para encubrir mi vil asesinato—, me topé de frente con dos visitantes que identifiqué como bárbaros sin sentido de la lucidez. Junto a mí, el busto de mujer esculpido por José Planes observaba con su mármol mudo.
—Esto es arte, bro —dijo uno, señalando a mi inmutable confidente con una lata de bebida energética en la mano.
El otro, tan bronceado como ignorante, asintió y respondió:
—Literal. Pero imagínate esto en un NFT, bro. Millones.
Permanecí atónito, flotando entre el papel pintado de la estancia y el absurdo.
—Esto es el fin, querida mía —suspiré, recostándome pesadamente sobre la peana de mi única confidente.
Ella, en su imperturbable nobleza de mármol, no respondió.
—Lo he oído todo —continué con pesar, frotándome el entrecejo inexistente—. “Bro, el bitcoin sube,” decía uno. “Bro, hay que holdear,” gruñía el otro. ¿Qué ha sido del intercambio de ideas entre mentes ilustradas? ¿Dónde están los debates sobre los tratados de Rousseau y el cultivo de la vid como base de toda economía respetable?
Silencio de mármol. Admirable mujer. Sabe escuchar.
—Dime, mi musa mineral, ¿dónde queda la santidad de un pagaré firmado con pluma de ganso? En mi época, las finanzas se discutían con un whisky en la mano derecha, un puro en la izquierda y un desprecio elegante por todo lo que oliera a novedad. Las mejores mentes debatían con la precisión de Euclides y la gracia de Santo Tomás….
Uno de los “bros” intentó hacerse una foto con mi dama usando un palo extensible de aluminio y tuve que intervenir. Me manifesté como una brisa glacial que apagó el calor del ambiente.
—¡Qué fuerte, bro, se ha roto el clima!
Cuando se marcharon, dejando tras de sí un olor a coco sintético y a vacío existencial, me giré hacia mi amiga.
—Esto, flor de mármol, no es decadencia. Es algo peor: es entusiasmo sin propósito. Y no hay nada más peligroso que un ignorante motivado.
Ella, como siempre, permaneció imperturbable. Y entre risas —las mías— y resignación —la suya—, volvimos a lo nuestro: observar el desfile de la posmodernidad cómodamente instalados en el Casino… y en el más allá.
