Los amantes de Molina 

Mesa Camilla, por Paco López Mengual

Los amantes de Teruel, de Antonio Muñoz Degrain. Museo del Prado.

Cuando visito una ciudad, no sólo contemplo las fachadas de sus edificios, o me siento en los bancos de sus plazas a echar de comer a las palomas… también me gusta escuchar las historias y leyendas que esconden sus calles. Y eso fue lo que hice hace unas semanas cuando entré al Museo de los Amantes de Teruel a escuchar esa historia que tanto nombre le ha dado a la ciudad.

Mientras oía cómo habían muerto de amor don Juan de Marcilla y doña Isabel de Segura, recordé otra vieja historia, ésta ocurrida en mi pueblo hace años, que ilustra como dos amantes pueden llevar su pasión hasta límites insospechados.

Alfonso de la Cruz y Consuelo eran dos jóvenes que se amaban hasta el delirio. Ya habían hecho planes de matrimonio cuando el novio cayó enfermo de tuberculosis. Tras meses de tratamiento en un sanatorio de la sierra, sus pulmones fueron empeorando. Regresó a casa desahuciado, con la salud aún más deteriorada que cuando marchó. Postrado en una cama, sin fuerzas ya para ponerse en pie, Consuelo lo visitaba a diario y pasaba las tardes junto a él. Un día, tras la visita del doctor, decidieron informar a la muchacha que el final de Alfonso era inminente y que la ciencia ya nada podía hacer por sanarle.

Desobedeciendo las advertencias del médico sobre el alto peligro de contagio, ella quiso darle al moribundo el último beso. Se acercó y posó sus labios sobre los de su amado Alfonso que, en ese instante y tras varios días dormido, abrió los ojos, sonrió y pudo contemplar el rostro de su novia. Fue entonces cuando Consuelo, ante la asombrada mirada de los presentes, se arrodilló a los pies de la cama, tomó un rosario entre las manos y prometió en voz alta que si su novio se salvaba ella tomaba los hábitos e ingresaba en un convento. 

Pasaron los días, las semanas… y Alfonso de la Cruz, de forma milagrosa y rompiendo las terribles previsiones, fue mejorando su salud: abandonó la cama, daba paseos por la casa y hasta salía a la puerta a tomar el sol del invierno.

Una vez repuesto, superada la tuberculosis, propuso a Consuelo retomar los planes de matrimonio. Era el momento que ella tanto había temido. Con lágrimas en los ojos le recordó la promesa que, meses atrás, hiciera de recluirse de por vida en un convento.

Al día siguiente, ya no acudió a la cita diaria. Alguien le dijo a Alfonso que la habían visto con una maleta en la estación del ferrocarril. 

Consuelo nunca contestó a sus muchas cartas pidiéndole que renunciara a su juramento, que Dios lo entendería. Tampoco aceptó recibirle la mañana que viajo hasta el convento donde permanecía apartada del mundo. Días antes, supo que al entrar a la orden, había cambiado su nombre; ya no se llamaba Consuelo: había adoptado el nombre de Sor Ana de la Cruz.

Pasaron los años, y Alfonso, resignado, volvió a encontrar otro amor. Se casó y tuvo hijos. En cambio, su antigua novia jamás regresó al pueblo. Lo que poca gente sabe es que aquella muchacha enamorada vivió hasta hace sólo unos años: una venerable anciana de casi cien, que era cuidada por sus hermanas en el mismo convento en el que se recluyera para cumplir su juramento. En una ocasión, le pregunté a un sobrino por ella. Me aseguró que la monja había sido muy feliz solo por el hecho de lograr salvar la vida del hombre del que estaba enamorada, aunque para ello hubiese tenido que sacrificar el resto de su propia vida. Lo que no me atreví a preguntar es si aún conserva, escondidas bajo el colchón de su celda, aquellas cartas que nunca llegó a contestar. 

Paco López Mengual.

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