Texto de José Antonio Martínez Abarca

Café: Dicen que Voltaire, uno de los grandes padres de la Razón, bebía incansablemente tacitas de café de día y de noche. Las noches en vela acabarían produciendo posteriormente monstruos en la época de las luces, gracias al exceso de café. Los «monstruos de la razón» se fueron venciendo, más o menos, con el paso del tiempo, pero permanecieron las bondades del café como instigador de conversaciones de cierto vuelo. La taza de café ha sido el núcleo de todos los casinos sociales fundados en España. Con la excusa de tomarse uno y leer el periódico sentado en una butaca se han erigido, alrededor de eso, edificios magníficos, como el Real Casino de Murcia. A los españoles de antes, que huían de la achicoria de casa y otros sucedáneos, les gustaba el café público —más que torrefactado, carbonizado—, de modo que cada tacita era, en todos sitios y también en el Casino, un pequeño cenicero en estado líquido, que la gente encontraba que casaba bien con el cigarro puro.


Cigarro: Hubo un momento indeterminado en que en España ya nadie conoció los «puros» como «cigarros» o «habanos». En otros países, los puros habanos se siguen llamando cigarros. En cualquier caso, el tabaco por excelencia de un casino siempre fue el cigarro puro —el de los días especiales y «feriados», que en realidad era el puro de diario, dispuesto en fila de tres todas las mañanas en el bolsillo superior de la americana, en lugar del pañuelo—. El cigarrillo de papel ha representado en los casinos un papel mucho menor. El humo del cigarro puro, de un blanco mantecoso y luminiscente, se iba pegando a los muebles de maderas nobles, capa a capa, añada a añada, como los círculos de un árbol. Todavía hoy, tras tantos años de instalarse la prohibición de fumar, una buena nariz podría descubrir la procedencia concreta de las hojas de tabaco olisqueando ciertos muebles u objetos decimonónicos.
Copa: Es una lástima que se hayan perdido los «cordiales», que no eran un producto de repostería con almendras, sino licores más bien dulzones —de sobremesa o merienda—, de mucho uso en el Real Casino antaño. Ha sido también demasiado rápido el desuso del coñac, por supuesto de Jerez —»Jeriñac», lo quiso llamar alguien cuando se prohibió la denominación española de coñac— y del anís en sus numerosas variantes regionales, que se consideraba buena idea dárselo a los niños. Las copas han quedado reducidas hoy, en todos lados, a un surtido muy limitado y desde luego internacional. La más popular hoy, también en el fantástico bar del casino situado en el terrado, es el gin-tonic a la española, que no tiene nada que ver sin embargo con la manera tradicional británica, en vaso de tubo pequeño, todo ginebra y un golpe de tónica, para darle un recuerdo de burbuja.



Charlas: Al final, un Casino va de charlar. Va de que o das una charla o te la dan, si puede ser a las ocho de la tarde, como decía el poeta José María Pemán de lo que pasaba en Madrid a esa hora. No sólo una charla. Te dan, o das, una lección magistral, una conversación, un encuentro casual, un recuerdo para la familia o, aunque sea, un gesto cortés de tocarse el ala de un sombrero que nadie lleva pero que ya forma parte de la memoria de la especie, como el dar un salto en sueños porque nuestro cerebro reptiliano aún cree que dormimos en las ramas de los árboles. En definitiva, en el Casino te dan, o das, algo que es lo más preciado de la civilización humana, que es el reconocerse mutuamente, y comunicarse. Enriquecerse mutuamente y, por tanto, elevarse.
Cuadros: Es cierto que muchos de los llamados «pintores de domingo», aquellos que tenían otra profesión durante la semana aparte de su afición a pintar, han expuesto en el Real Casino. Esto a uno no le parece un desdoro, sino todo lo contrario. Hay magníficos pintores de domingo, igual que muchos escritores que hoy reputamos principales, tenían otra ocupación y escribían en su casa de campo los fines de semana, o simplemente no hacían nada nunca salvo irse a cenar y publicaban folio y medio de vez en cuando para cobrar algo, como el sorprendentemente muy leído hoy —tras estar semiolvidado cincuenta años— Julio Camba. Signo de que hacer exposiciones «de domingo» no abarata el espacio en absoluto, es que pintores a tiempo completo y de fama internacional también han elegido el Casino para sus cuadros.


Libros: La única entrada a esta breve «guía» que no se escribe con «c». El Real Casino, aparte ser lugar de encuentro y tertulia, siempre lo ha sido también de recogimiento. No era raro, tradicionalmente, irse al Patio Pompeyano a pensar en nada, una nada angelical, mientras caía la amplia luz blanca desde el ala de la entrada del edificio que «daba al Hispano». El Casino siempre «dio al Hispano», restaurante y hotel, a pesar de que, durante mucho tiempo, y hasta 1986, también dio al desaparecido «Hotel Madrid», en el palacio con su memorable patio estilo andaluz lleno de macetas. Uno se estaba en el Patio Pompeyano haciendo exactamente nada. También había quien se iba simplemente a «estar» en la sala de lectura. Se leía prensa, se leían libros o sólo «se estaba». Han tenido siempre algo de cursillo de retiro espiritual algunos rincones quietistas del Casino. Nada de extraño que muchos autores elijan el Casino para presentar sus obras literarias. Siempre hay un ambiente parecido al de una hermandad para iniciados, algo mucho más alejado de la mera mercancía económica que puede haber, por ejemplo, en una feria del libro o la firma de ejemplares en unos grandes almacenes.


