Por José Antonio Martínez-Abarca. Fotografías de Carmen García.

Tras dos años sin procesiones de Semana Santa pareció, al celebrarse otra vez, que el mundo acababa de inaugurarse, que todo era nuevo y que el Huerto de los Olivos aún conservaba la tierra removida por las huellas frescas de Jesús. Las tres negaciones de San Pedro todavía se escuchaban en el eco de la primavera murciana. Había algo como recién estrenado este año también en las propias procesiones, siendo antiquísimas. Podemos imaginar que algo parecido pudo sentirse en otros momentos de la Historia cuando, también por motivos de fuerza mayor como guerras o epidemias, las procesiones dejaron de salir. El público, por mucha edad que tuviese, miraba los pasos de Semana Santa otra vez con ojos de niño, no con ojos cansados de adulto. Vi su brillo en las pupilas pero, más importante, advertí que el público, sobrecogido, miraba no con los ojos sino a través de ellos. Este año la gente miraba la escenificación de la pasión y muerte del Hijo de Dios no con los ojos sino con su mundo interior, con el sentido de la maravilla que el Occidente cristiano perdió hace muchos cientos de años, miraba con la imaginación; sin tedio, sin hartazgo, sin repetición de lo consabido, sin costumbre. El cielo nocturno cubierto con nubes, pues este año hubo tiempo lluvioso, parecía brillar con una maravillosa energía fosforescente.


Cada segundo de las procesiones de este 2022 parecía expandirse en pequeñas fracciones, de modo que nunca terminaba de pasar. Cada sonido, en teoría escuchado mil veces, grababa un nuevo surco en la memoria, como un cilindro de cera que no hubiese sido estrenado antes. Sólo dos años han pasado desde la última vez que se celebró multitudinariamente en la calle la Semana Santa y todo parece haber cambiado, siendo aparentemente lo mismo. Porque nada es ya en realidad lo mismo, y todavía no nos lo hemos confesado, porque probablemente aún no lo sepamos. Que todavía no nos hayamos parado a pensar en ello. Hemos podido comprobar, viendo otra vez las procesiones, que tras los encierros y cancelaciones de la pandemia, podemos volver a comprender el significado profundo de cosas que terminaron por pasarnos inadvertidas. Todo se entumece. Hasta que sucede algo que nos da la vuelta. Los que hemos pasado varias veces el covid constatamos que no sólo la enfermedad nos ha trastocado de alguna forma el organismo físico sino, para bien, también la mirada.
Este año la gente miraba la escenificación de la pasión y muerte del Hijo de Dios no con los ojos sino con su mundo interior.
Podemos sentir que el covid (¨la covid¨, si quieren decirlo así) nos ha dejado algo «raros» y convalecientes, tal vez para siempre, pero a cambio -es la primera vez que no nos irrita esa frase de «no hay mal que por bien no venga”- nos ha devuelto el sentido del Misterio y la constatación de la importancia del Rito católico. No, no me refiero a la fe. La fe, como saber pintar o escribir, es un don divino y nada hay que pueda hacerse para obtenerla, aunque, si somos agraciados con ella, hay que sacrificar todo por no perderla. Hablo de que por vez primera, o al menos por vez primera desde que fuimos niños, podemos captar lo que el Rito Católico quiere contarnos, oculto por las sucesivas olas de secularización (también dentro de la propia Iglesia) que han sucedido en el mundo tras la llamada «era moderna», que se queda ya muy antigua y no da respuestas a la existencia de ahora mismo.

Mirando a través de los ventanales o «peceras» del Real Casino de Murcia han podido verse este año, otra vez, muchas procesiones. Si esos cristales pudieran hablar, optarían no obstante por seguir guardando silencio. Ese silencio que da la prudente sabiduría, el saberlo todo de la vida exterior. Esos ventanales del Real Casino, el gran edificio histórico civil de la ciudad delante del cual, o dentro del cual, todo lo importante ocurre, esos ventanales, digo, saben que las personas, a través de las generaciones, han vuelto a asistir en masa a las procesiones (este año había más público que en todas las épocas que me ha tocado vivir) una vez que se han renovado por dentro, a causa del sufrimiento de todos estos largos meses. Cuando ha sucedido algún episodio dramático en la Historia y ese drama ha hecho que el, digámoslo así, «disco duro» haya sido borrado, con todas las cosas inútiles que contenía. Todo el cansancio de la mirada que, como sociedad, acumulábamos en ese «disco duro» se ha evaporado de pronto.



Qué lejana nos parece ahora, y sólo han transcurrido dos años, la larga época en que nos fastidiaba encontrarnos la calle ocupada por una procesión de Semana Santa, impidiéndonos nuestro paso con prisa hacia alguna nimiedad. Casi aplaudíamos la publicación en la prensa local de artículos quejosos escritos por ilustres agnósticos, titulados «calle cerrada por misa», y cosas por el estilo. Resoplábamos al encontrarnos todas las salidas cortadas, sin darnos cuenta que ese no poder salir del circuito de una procesión no nos cerraba a la vida sino que nos protegía de todo lo malo de ella. Que ese anillo de luz y humo de incienso trataba de contarnos algo con símbolos, que fue el propósito de las procesiones católicas. Creíamos que lo sabíamos, que ya lo habíamos escuchado antes, y en efecto lo habíamos visto y escuchado pero pocos lo recordaban de cuando se sentaban de críos, cuando los habían llevado de la mano a la procesión, en aquellas sillas de tijera de madera claveteada que hacían un ruido inequívoco al cerrarse con la recogida en la madrugada… Esta Semana Santa, en cambio, me pareció que los presurosos quedaban hechizados por el paso de las procesiones que los detenían, como si supieran que nada había tan importante que los esperara al otro lado y que no pudiese retrasarse unas horas. El sonido de la campanilla que señala la alternancia entre movimiento y descanso de los pasos me pareció, por primera vez, que señalaba la existencia de todos nosotros. Habíamos ido demasiado aprisa hasta hace dos años y el mundo necesitaba reflexionar.
Tras los encierros y cancelaciones de la pandemia, podemos volver a comprender el significado profundo de cosas que terminaron por pasarnos inadvertidas.

De repente este año nos hemos recordado a nosotros mismos hace mucho, mucho tiempo, como si los años no hubiesen pasado. Nos hemos recordado con los pies colgando, sentados, casi agazapados, en esas pequeñas sillas antiguas de tijera y de madera que ya no existen, sustituidas por otras de plástico. Sentados, casi agazapados, en la primera fila de calles muy estrechas donde el Rito de las procesiones pasaba rozándonos y a veces apartándonos. Cuando el tesoro mayor para la imaginación de un niño era sentir la quemazón agradable de una gota de cera que cayese sobre la palma de la mano desde el cirio de un nazareno. Cuando nos llevábamos a casa, una vez que el último pesaroso trombón cerraba la procesión, la ropa de lana que había atrapado, durante días, el olor de resinas sagradas, como en el antiguo Japón, según leímos en aquellas novelas ilustradas de la infancia, las armaduras de cuero y hierro de los samuráis se ahumaban sobre incienso para purificarlas en espera del combate…
Este año, pese a la difícil situación de tantas cosas, o precisamente por eso, la presencia de Dios delante de las «peceras» del Real Casino se ha sentido con una intensidad que casi teníamos olvidada.

