LLAMADA DE ATENCIÓN

CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez-Abarca.
Las llamadas de atención no llaman la atención. Es la primera dura lección que aprendemos desde muy niños y seguimos comprobando esa dureza de adultos. Porque nunca dejamos del todo de ser niños, ni de querer llamar un poco la atención cuando sólo encontramos soledad alrededor. «Déjalo, son llamadas de atención», dicen las madres a alguna amiga, preocupada al ver al niño de color violáceo, por la rabieta. Naturalmente, antes las llamadas de atención se decían de otra manera. Ganas de ser protagonista, o algo parecido. «Ni caso, es que no ves que tiene ganas de hacerse el protagonista». El lenguaje cambia mucho más rápido de lo que advertimos y de lo que estamos dispuestos a aceptar. A veces me doy cuenta de que hablo y desde luego escribo en lenguaje viejuno, como si acabara de ver el ya polvoriento anuncio televisivo del helicóptero del Tulipán y después hubiese pasado algunas décadas criogenizado (que es más o menos lo que ha pasado en realidad). A veces creo que sólo me falta decir «Cómo osa usted» o «Ah de la noche, quién vive» (qué hermosa expresión, esta segunda). Hablo y escribo como un sereno y a los serenos, por lo que tengo oído, no les va muy bien.

Tenía una novia que no soportaba cómo hablaba, a pesar de mi domado castellano neutro, porque «me parece que me está hablando mi bisabuelo». Aquello, la verdad, me humillaba. Todo porque se me ocurrió escribirle al whattsap (no fue en una carta perfumada y lacrada llevada a uña de caballo), antes de un examen de oposición de ella, «te mando todo mi aliento», que es como yo hablo normalmente, y no un coleguero «que te salga bien, tía». Un «acha» hubiese sido excesivo. Escribirle lo del aliento me arruinó para siempre; la vida, como dice Mourinho sobre los partidos de «Champions», «se decide por pequeños detalles». Y después de todo, no debo tener un aliento agradable.


SOMOS SIEMPRE INSIGNIFICANTES PARA QUIENES QUISIÉRAMOS SER SIGNIFICANTES


Las llamadas de atención de los niños pueden ser sobreactuadas y desde luego siempre patéticas, pero de alguna manera las heredamos en la vida adulta, y resultan más patéticas aún. Quisiéramos que nos hicieran un poco de caso, y pretender eso de adulto, hacerlo notar públicamente, es abominable. Creo que era el humorista (alguien personalmente tristísimo como todos los buenos humoristas) Chumy Chúmez, a quien tuve el honor de tratar, quien antes de las diversas censuras políticamente correctas escribió algo tan tierno en el fondo como «tengo ganas de pegar, violar, matar o de que me quieran un poco». No sé si consiguió que lo quisieran un poco.

Por muy violáceos que nos pusiéramos en nuestra rabieta y poco caso que nos hicieran, en el fondo de nosotros sentimos que la llamada de atención era lo único que nos quedaba para que nos hicieran un poco de caso cuando todo lo demás había fallado. A veces quien se está ahogando en el mar hace gestos propios de quien está intentando una llamada de atención. Las confusiones son frecuentes. A veces se confunde el histrionismo con la desesperación genuina, los excesos de un «drama king» con el único canal, ridículo, probablemente, que queda abierto para expresar un dolor genuino. La sociedad es profundamente intolerante con todo lo que le da mal rollito. Hay veces en que quien quiere llamar la atención no pretende recibir un caramelo para que se calle, sino dejar una información importante, aunque a nadie en ese momento le importe. Es verdad que hoy, en la era de la ausencia de jerarquías, de los afectos de usar y tirar y las relaciones formularias y veloces, da igual que la gente piense que lo que pretendemos es que nos den un caramelo, que tratar de expresar cualquier cosa decisiva. Las llamadas de atención no llaman, como he dicho, la atención de absolutamente nadie. Nunca lo han hecho, pero ahora mucho menos.

Somos siempre insignificantes para quienes quisiéramos ser significantes. Hay poco que hacer ahí. Hacemos gestos mientras nos ahogamos lejos de la orilla pero sólo recibimos por respuesta: «Nada, ni lo miréis, le encantan los dramas y está intentando que se lo coman los peces antes de salir a flote a los tres días, todo para llamar la atención».


José A. Martínez-Abarca.

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