CONTRA CASI TODO. Por José Antonio Martínez-Abarca.
El famoso cuadro de la «Mona Lisa», si uno lo mira de seguido el suficiente tiempo, acaba resultando inquietante, un tanto siniestro, porque la perenne sonrisa, todo lo equívoca que uno quiera, acaba pareciendo una helada reprobación hacia el espectador. Hay algo esquinadamente maligno, demoníaco, en una sonrisa fija por los siglos de los siglos. Es lo mismo que encuentro yo en el cielo de Murcia, color azul purísima, sin una nube, laminador, despótico, sonriente y vacío por los siglos de los siglos, sin descansar o dar tregua de tanta «alegría», sin ni un solo minuto de esperanza en que algo cambie. En este verano murciano, que ha cogido la costumbre de durar seis meses desde hace unos decenios, todos los días son exactamente el mismo día. Eso puede causar una impresión más espeluznante aún que un cielo que jamás deje penetrar un rayo de luz, siempre bajo una «panza de burra». Está suficientemente estudiado el efecto perverso que producen los vientos contínuos en las cabezas de las gentes, que las llevan al crimen, autoinfligido o ajeno (como en Olot o en Trieste, por poner dos sitios enloquecedores), y lo mismo en el caso de los cielos sin luz de algunos países. Falta estudiar qué ocurre con el exceso de exposición, de luz dichosa, de lo que se entiende como envidiable.
Todos los días iguales equivale a una cadena perpetua. Idéntico cielo de manto de virgen, teóricamente optimista, bajo una luz blanca de cal viva que lo quema por los bordes. Dicen algunos ateos militantes que el máximo horror concebible es una vida eterna para los buenos como la que prometían los católicos hasta hace medio siglo (ahora el Cielo de los católicos es descrito por los teólogos con más amenidad), es decir, una contemplación extática y estática de la luz blanca divina hasta la infinitud y más allá, sin descansar un segundo. No puedo dejar de pensar en eso aplastado por la infinitud murciana, por la previsibilidad de amoroso látigo, por la restallante bondad sin agua de nuestra tierra, maldiciendo cada mañana no haber nacido entre las brumas y oscuridades y variaciones de lugares menos bendecidos.
TODOS LOS DÍAS IGUALES EQUIVALE A UNA CADENA PERPETUA
Ese sol murciano al que solo hace falta antropomorfizarlo en forma de cara humana y dibujarle una curva ascendente bajo la nariz, como hacen los niños, para señalar el buen rollo que transmite. El problema es que el sol de Murcia de nuestros seis meses de verano transmite esa misma luz radiante de manera inmisericorde, con sonido rítmico de yunque que nunca apaga su fragua, con una mayoría absoluta en la que no se permite disentimiento, sometiendo con su sonrisa todo lo que toca, achicharrando hasta los árboles y recluyendo a la población en sus casas, echando a los extranjeros que tienen segunda residencia en nuestro territorio, incapaces de aguantar tanto rigor canicular pese a que buscan cocerse en carne viva como gallinetas. El problema no es el calor. El problema es lo que nadie identifica como problema, el sol.
El problema es que el cielo siempre esté tan brutalmente sonriente, sin ninguna piedad. Es como esas postales norteamericanas de los años 50 donde aparecían extrarradios de chalets con familias modélicas e imposibles perfectamente iluminadas bajo un foco que parecía provenir de todas partes y de ninguna, una vida reducida por un cielo veraniego sin mácula a solo dos dimensiones, como si las construcciones, los coches y las personas fueran figuras recortables. Al medio minuto de fijarse atentamente en esas postales, metían el miedo en el cuerpo. Lo que a mí me ocurre en mi particular «día de la marmota» en Murcia, cuando parezco despertar siempre en la misma mañana porque no hay ningún indicio climatológico que separe una de otra, ni una mísera nota fuera de lo previsto. La maldición celeste.