Por José Antonio Martínez-Abarca. Fotografías Ana Bernal.
He observado que las calles que mantienen el mismo aire de otros tiempos, como si ese aire se hubiese conservado en una de esas urnas egipcias envasadas al vacío donde todo se desmorona y se convierte en polvo al abrirlas, son las calles que precisamente más han cambiado. Es el caso de la calle Trapería de Murcia, donde se encuentra el Real Casino. Una calle que al pasear por ella uno tiene la sensación de que se ha mantenido siempre igual, aunque es evidente que no es así en prácticamente ningún aspecto. Una de esas calles, en fin, que son el espíritu inmaterial y misterioso de una ciudad, que burlan a los sentidos y les hacen advertir lo que aparentemente no hay. Tal vez esa sea la verdadera realidad. La imaginación, tantas veces, es la que nos cuenta lo que de verdad hay, y no nuestros ojos…
La gente ida largo tiempo de la Región vuelve a ella, a la Trapería, y encuentra la misma esencia, cuando en realidad tiene muy poco que ver con la calle que paseó largo tiempo atrás. A mí me ocurrió el mismo fenómeno en Berlín. Ya no quedaba casi nada del Berlín de antes de la Guerra, porque quedó casi completamente destruida, y, sin embargo, aún se escuchaba el taconeo de las herraduras y los clavos de las botas de caña alta, desfilando entre las chispas azules que levantaban al golpear con el suelo… El aire en la urna berlinesa, una urna que no existe pero que se nota intensamente.
Algo similar ocurre en la calle Trapería, la urna murciana de las esencias. Ya no es igual ni el suelo que se pisa, ni la gente que por ella transita (no es que sea otra gente por obvios motivos biológicos, que también, sino que es gente que no tiene nada que ver con la que se veía), ni los locales o el comercio -no los comercios concretos, sino, mucho más allá, los tipos de comercio-. No es el mismo ni el Real Casino. Y sin embargo… Sin embargo todo sigue ahí. Inalterable en su inexplicable inmaterialidad, que, como hubiese dicho San Agustín, «si no me preguntas qué es, lo sé, pero si me lo preguntas, no lo sé». Si me preguntas por qué sigue igual la calle Trapería de Murcia, no lo sé. Si no me lo preguntas, lo sé perfectamente.
Mis recuerdos personales alcanzan hasta visualizar las losas baratas de conglomerado resbaladizo con que se alicató el suelo, nada que ver con el de hoy. La Trapería era una pista de patinaje cuando caían cuatro gotas. Las viejas se caían y partían la cadera. Y eso entonces tenía poco arreglo en Murcia, había que irse a Madrid casi para algo más que un constipado. El pronóstico era muy severo. Todo parece que lo hemos tenido desde siempre y por contra lo tenemos desde hace dos siestas. Hay amigos más viejos que aseguran haber visto la Trapería alisada con asfalto… No lo sé yo. Si es cierto que el paseo de los domingos, a la salida de misa (los sábados se trabajaba o estudiaba en el cole, ni rastro de fin de semana inglés de ahora) era más bien corto. Empezaba en la placita de la catedral y llegaba hasta la de Santo Domingo, y vuelta a empezar. Había que quitarse el sombrero muchas veces para saludar a la misma gente.
Las mocitas iban en fila perpendicular, formando un frente de choque, cogidas de los antebrazos como hoy hacen los antidisturbios, para protegerse de los piropos, de un descaro que hoy nos parecería encarcelable (reconozco que en su época a mí lograba sorprenderme desagradablemente). Los amigos jóvenes paseaban con la mano pasada por los hombros, o, más antiguamente, hasta de la mano, como novios. No se hacían sospechosos de nada. Han cambiado un poco las cosas, los usos aceptados entre heterosexuales. Los señores respetables del Casino, entre su luz dorada bajo la que leían los periódicos, miraban el espectáculo de la vida a través de las peceras, elevando los ojos de los diarios con las antiparras puestas.
La calle Trapería de mi infancia era un lugar de vendedores ambulantes de raíz fresca de regaliz, de fresas liliputienses, de polos que se sorbían y quedaban sin color, de señoras gordas sentadas en las esquinas vendiendo duros de chocolate a cambio de no sé
La calle Trapería de mi infancia, y de las infancias anteriores que me precedieron, era un lugar de vendedores ambulantes de raíz fresca de regaliz, de fresas liliputienses, como las silvestres, en canastillos de mimbre muy alargados tapados con papel de seda rojo, que perfumaban todo desde cientos de metros de distancia, de polos que se sorbían y quedaban sin color, en el puro hielo, de señoras gordas sentadas en las esquinas vendiendo duros de chocolate a cambio de no sé qué, de ruletas móviles (aquí no hubo mucha costumbre de trileros, como sí en Andalucía). Los tratantes y los prestamistas se ponían en lo que hoy es esquina de la oficina de Cajamurcia, para hablarles a los que salían o entraban a los bancos de posibles negocios. Porque fue calle de prósperos bancos, tal vez la calle más banquera de toda España. El dinero por entonces se ganaba y no se gastaba, porque no había en puridad una sociedad de consumo. Calle de caballeros mutilados apoyándose en muletas de madera artesanas acabadas a la manera pirata, fabricadas en una carpintería, de rencos que apoyaban una pata más corta en gigantescas y pesadas plataformas. Calle de jorobados y malformes de nacimiento o por la polio, en un tiempo donde la mayoría había nacido en sus casas.
De vez en cuando, un hombre con la cara torcida montado en un caballo, pasaba… El espectáculo era inenarrable, y era difícil concentrarse en la lectura de los periódicos mientras se tomaba el café tras las peceras del Casino. Éste tenía una especie de patio por detrás húmedo, oscuro y lóbrego, decadente, situado entre las dos puertas de entrada. Por suerte, un poco más allá se encontraba el precioso patio a la andaluza, tupido de plantas, del derruido hotel Madrid. Ya nada de eso continúa. Lo que tuvo que mejorar, mejoró, y de lo que se fue, no queda ni rastro. Y parece que no se ha ido.
El propio Casino por dentro tenía algo de catedral por rehabilitar, con el frío reptando hacia arriba como una enredadera. Había un portero que no solo cuidaba de que solo entraran los socios, sino de la moralidad de éstos últimos. Era un sitio respetable y no podían ir acompañados de cualquiera, ni la gente podía vestirse como le daba la gana… Todo el desorden y griterío dentro de un límite (los límites todo el mundo los tenía muy claros entonces, no había tantos supuestos derechos) que se veía en la calle quedaba ahogado por el ambiente catedralicio del Casino, que tenía ecos levíticos, muy serios, que impresionaban a los que éramos niños. Sólo faltaba un sahumerio de incienso bamboleando desde el techo acristalado… Las almas de los socios que causaban baja por fallecimiento parecían ascender hasta desaparecer por la luz blanca que irradiaba desde arriba.
El propio Casino por dentro tenía algo de catedral por rehabilitar, con el frío reptando hacia arriba como una enredadera. Había un portero que no solo cuidaba de que solo entraran los socios, sino de la moralidad de éstos últimos
Hoy la Trapería es una calle con un piso lujoso, decorada por el afán horticultor del Ayuntamiento, muy bien iluminada, con un comercio algo más que crepuscular (ay, las crisis), gente sana por doquier, ausencia de seres deformados, sin olor a nada apreciable, sin tratantes en las esquinas de los bancos porque muchos bancos ya ni están… Ya no venden paños ni botijos, ni sombreros, sino, por todos lados, esos indescriptibles yogures hipercalóricos que curiosamente pasan por cosa sana en estos tiempos descabalados donde por el monte corren las sardinas y por el mar las liebres…
Lo fundamental continúa, impertérrito. Sobreviviría incluso a una hipotética destrucción de Murcia. No sabemos qué es. Sólo sabemos que continúa.