CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.
Solo la poesía y algunas de las canciones que la contienen son capaces de albergar y describir mínimamente el sentimiento de pérdida que invade el alma cuando, como decía Alberto Cortez, “un amigo se va”.
A mí, a nosotros, se nos ha ido Juan Pérez Cobacho, un hombre con un amplísimo currículo como docente, un dilatado abanico de títulos universitarios, un escritor siempre preocupado por la pedagogía, un columnista comprometido y una persona cabal, honesta, generosa, a quien no le importaba que aprovechados y aprovechadas se beneficiaran de su sabiduría, de su experiencia y de su bondad. Es más, estoy segura de que alguien que me estará leyendo ahora se sentirá aludido y se verá reflejado en mis palabras. Sí, queridos lectores, se nos ha ido un hombre bueno. Se me ha ido mi compañero de página y mi amigo del alma.
Juan pasó por la vida como el cántaro agrietado de la campesina que iba derramando agua desde el río hasta la aldea reverdeciendo el camino y ayudando a que brotaran las flores. A lo largo de su vida ayudó a cuantos se acercaron hasta él pidiéndole ayuda. Y hasta sin pedírsela. En su afán de ayudar a sus alumnos a preparar oposiciones elaboró una guía trilingüe con metodología expresa, renovando y aumentando los contenidos en cada nueva edición.
Juan era conocido por su trato amable, por su tremenda humanidad, por su cálida personalidad. Podría decirse que el estar en contacto con sus alumnos le proporcionaba el secreto de la eterna juventud, pero lo cierto era que el secreto que dominaba a la perfección era saber ilusionarse a pesar de las decepciones. Y, por mal que se encontrara, era capaz de poner una sonrisa en todo aquel que se le acercara. Tras su forzada jubilación (es una pena obligar a personas sabias y entregadas a dejar de dar fruto por unos determinados tacos de calendario) trató de encauzar su vida entre la música de la Tuna España, el pausado deporte del golf y la escritura, siempre bajo la atenta y cuidadora mirada de María, su mujer.
Podría decirse que el estar en contacto con sus alumnos le proporcionaba el secreto de la eterna juventud, pero lo cierto era que el secreto que dominaba a la perfección era saber ilusionarse a pesar de las decepciones
Es verdad que hace unos meses estuvo tan malico que todos los que lo amábamos nos hicimos a la idea de perderlo. Pero luego mejoró para irse un tonto día, en silencio, por sorpresa, sin despedirse de nadie… y eso sí que no se lo perdono.
Los encuentros en el Casino, las comidas entre los colaboradores del mismo, las canciones de la Tuna… y, sobre todo, su hogar, ya no volverán a ser igual, su ausencia lo ocupa todo. Y en mi corazón “queda un tizón encendido/ que no se puede apagar/ ni con las aguas de un río”.