Con un par de agallas

CICUTA CON ALMÍBAR. Por Ana María Tomás.

Hace unos días, ante mis atónitos ojos, un joven se saltó un ceda el paso a una velocidad supersónica para la ciudad y se empotró de tal manera en una furgoneta mercedes que la “trompa” de la misma y los faros salieron volando al “quintísimo” pino.  Antes de que pudiera sobreponerme, una patrulla de la policía estaba allí, como si hubiese estado esperando el golpe para aparecer. Del coche embestido salió un pobre hombre de unos sesenta y tantos años, aturdido, dolorido, lloroso, sin comprender todavía qué narices había pasado para que a él, que iba cumpliendo toda la reglamentación, le jodieran el día. Lo de menos es que llevara o no razón, el perjuicio ya estaba hecho. Todo lo contrario de lo que salió del otro coche que embistió como un miura: un chavalillo que tendría dieciocho años, aunque no los aparentaba en absoluto, con una cola de caballo que recogía en un minúsculo moñete, el resto de pelo casi rapado, y una mala leche como para estar haciendo yogures hasta el día del juicio final. Por lo visto, todo el problema no era que él se saltara el “ceda el paso”, sino que tuviera que pasar, justo en ese momento, el otro “capullo” por allí. Se lo comía. No se imaginan la reacción del muchacho, ni siquiera por guardar la compostura ante los agentes de la autoridad se cortaba el payo. Nada parecía poder hacerse para aplacar la ira desatada de la criatura. La impotencia del dañado era para verla. Los que se arremolinaban alrededor contemplaban la escena incrédulos; yo misma, petrificada, sin capacidad de reacción, hasta que de una de las casas salió un venerable anciano, ochenta largos, largos, con dos muletas y las piernas vendadas bajo unos pantalones cortos y se encaró con el enloquecido mequetrefe haciéndole ver la magnitud de su irresponsabilidad. Como creo que todos pensamos que iba a ocurrir, el joven se revolvió contra él y, por un momento, rumié que lo tiraba al suelo, pero el anciano se creció, levantó una de sus muletas y como un redivivo Blas de Lezo  y le espetó: “¿A mí, que he batallado en cien guerras, que me he enfrentado toda mi vida con asesinos y terrores que no serías capaz de imaginar en tu vida… me vas a amedrentar tú? me sobran agallas para partirte la cara ¡Mira lo que has provocado!”. Y, claro, todo esto con la cabeza bien alta, entre otras cosas porque era bastante más bajito que el muchacho, todo su cuerpo tembloroso apoyado en una sola muleta mientras blandía la otra como una pica dispuesta a ponerla en Flandes. “Olé sus cojones”, pensé. Porque aquello descolocó al zanguango y le hizo callar, apartarse a un lado y llamar a alguien por teléfono.

Qué quieren que les diga, mis queridos lectores, no es que una sea muy guerrillera, pero encontrar a alguien así, en sus circunstancias y sin miedo a enfrentarse a un simple empujón que le hubiera dejado en el suelo como a una tortuga, indefenso e incapaz de darse la vuelta… es echarle muchos arrestos a la cosa. Parecía una persona tan frágil a la vista de todos, tan desvalido… y tuvo tanta gallardía en poner orden en donde ni la autoridad era capaz de  ponerlo… que pensé que aunque nuestro país sea cuna de pillines de poca monta y “lazarillos -ilustres- de Tormes”, también es estirpe de aquellos que son “lanzados a los lobos y vuelven a la cabeza de la manada”.

Ana María Tomás. @anamto22

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