CARTAS DESDE TOMBUCTÚ. Por Antonio V. Frey Sánchez
Querida Elena:
Discurrir de un lado al otro del desierto no es solo un ejercicio de traslación por amor a su geografía, sino que te regala la grata satisfacción de conocer a sus gentes. Y conocer a los moradores de las arenas es, afortunadamente, preludio para aprehender su historia y sus costumbres, siempre al calor del fuego, tras un largo día, acompañando las conversaciones con los tres tés de rigor.
Debes saber que, hasta cierto punto, las tribus se consideran naciones en sí mismas y atesoran tradiciones de lo más variopintas, a cuál más hermosa, con las que cimentar con orgullo su pasado. Todas referidas al origen carismático de sus padres fundadores. Y algunas realmente pintorescas. Podría contarte la leyenda del patriarca de la noble tribu de los Arosién, quien fue rescatado de las iras de un sultán marrakechí –molesto con él porque había refugiado a una joven a la que codiciaba- por un ángel que lo transportó por los aires asido del cinturón de su zarawil hasta que se rompió justamente al pasar sobre la Saquia El Hamra cayendo, entonces, sin mayor daño en la roca Tbeila, lugar místico desde la prehistoria como atestiguan sus pinturas rupestres. Te preguntarás, claro, qué es el zarawil y te podría trasladar a la historia del venerable fundador de la tribu Muyyat, Abu Zarawil, cuyo nombre podríamos traducir como Papá Zaragüel y con el que entenderás las muchas cosas que unen a las dos riberas del Mediterráneo.
Pero más allá del candor de sus leyendas, la historia de estas tribus, algunas de origen árabe y otras berebere, discurre por un duro camino de nacimientos y extinciones, en medio de éxodos masivos, disputas doctrinales, guerras y conflictos por el agua y los pastos. Hoy, empero, existe una armonía impuesta por la pertinaz lógica de los Estados modernos que cada vez los atan más a las ciudades, perdiendo lentamente la pureza de su origen nómada. A pesar de todo, hacen enormes esfuerzos para preservar un precioso legado que se remonta incluso más allá de los almorávides, sus milenarios abuelos que un día alcanzaron la península ibérica. Por ejemplo, el constante cultivo de la mística religiosa, a través de las cofradías sufíes, sigue siendo el aliento de los ritos para con sus ancestros, a quienes recuerdan anualmente en romerías muy concurridas y alegres. Hoy, su empeño, me comentaron hace no muchos días cuando tuve la extraordinaria ocasión de asistir a una asamblea de los principales jefes tribales del Sahara, radica en transmitir a los jóvenes aquellas tradiciones y combatir el islamismo más radical, que es su principal amenaza.
La historia de estas tribus, algunas de origen árabe y otras berebere, discurre por un duro camino de nacimientos y extinciones
Mi querida Elena, hago noche en Smara, ciudad espiritual fundada en 1898 por el carismático chej Ma al-Aynin, nacido en torno al año 1847. Es un personaje de leyenda, pues fundó la última tribu del Sahara llegando a rivalizar en poder con los alauitas como autoproclamado sultán azul. Él, a quien se le atribuyó una poderosa baraka, terminó sucumbiendo al juego colonial de potencias depredadoras como Francia, Gran Bretaña o Alemania. Y al final, sus hijos optaron por acomodarse entre los españoles, quienes siempre habían actuado de buena fe con él y sus iguales. Que no te extrañe si te digo, amiga mía, que los nombres de los primeros administradores coloniales, Emilio Bonelli o Francisco Bens, son recordados aún hoy día con el respeto que merecieron como benefactores y amigos de los pobladores del desierto. Quizá por ello los españoles seguimos siendo recibidos con bondad y simpatía en el Sahara y sus contornos.
Antonio